lunes, 26 de mayo de 2008

Metamorfosis en rojo y blanco



- Muérdeme – murmuraba ella mientras era acariciada por el joven de cabello castaño. Así su orden fue ejecutada y el muchacho hundió sus dientes en la tierna piel de aquella mujer, que a pesar de estar ya cercana a los cuarenta ostentaba una piel juvenil. Esa mordedura se marcó en su cuello, ella gimió embelesada por un placer dolorido.
- ¿Así? – preguntó el joven luego de ejecutar esa orden - ¿lo hice bien – insistió con curiosidad hablando inseguramente, como es propio del muchacho que está a punto de perder aquella tan estorbosa virginidad (ya que para los varones esta cualidad no es más que un estorbo) frente a una maestra.
- Más fuerte – deliró ella en un estado de semi-conciencia excitada – que haya sangre. Esta vez él mordió en el hombro, cada vez más fuerte, cada vez más profundo, hasta que pronto sintió algo que antes no había. Separó sus labios de esa carne, pero ahora sus labios estaban manchados. La sangre escurría por aquella piel tan bien conservada. El adolescente estaba inseguro.
No era demasiada, solo unas gotas, pero eran tan rojas que producían un espanto inexplicable en aquel muchacho. Con los ojos bien abiertos veía aquella herida que él había provocado y pronto su vista se dirigió al rostro de aquella mujer. Con los ojos cerrados fuertemente y los labios apretados parecía intentar resistir el dolor. Pero explotó en un grito, una nueva orden, tan desconcertante que desfasó a la anterior.
- ¡Rápido, penétrame! – el muchacho, desnudo desde antes de morderla, no pudo más que obedecerla en el acto, la tiró al colchón y su erección (que había perdido momentáneamente firmeza por el miedo que antaño había experimentado tras la mordida) pronto recobró fuerza. “¡Rápido, rápido, rápido!” gimoteaba ella. Y su deseo pronto se cumplió. El joven la penetró despacio, como midiendo la profundidad. Pero esto cambió cuando con sus piernas y caderas, además de su voz, ya casi en susurros, la mujer le pedía más velocidad.
Mientras esto se llevaba a cabo, la mujer tomaba sangre de la llaga y la embardunaba por su vientre y ombligo, jugueteaba, como podía, con sus pezones y el carmín de restante en sus dedos. Él chico, mientras tanto, la embestía tan rápidamente que ya no sabía cuando detenerse. Aún así ella lo hacía lamer sus pechos, cubiertos con aquel fluido rojo. Ella arañaba la espalda de chico ajironando su espalda en el acto. Poco después él estaba listo para la eyaculación, ella se liberó, y se acomodó en una posición tal que denotaba su deseo de recibir ese semen en su vientre, donde fue arrojada la esperma. Esta se mezclaba con la sangre. La combinación fue recogida por ella con uno de sus largos dedos y luego transportada a su boca tan insaciable. Lamió aquellos sabores, aquellos colores, aquellos fluidos y gimió de placer y gusto. De modo innominable el orgasmo fue alcanzado por esa mujer.
- ¿Qué edad dijiste? – preguntó aquella hembra aún con sangre y semen en su cuerpo.
- Catorce, quince en enero – respondió el casi infante.
- Te congratulo – farfulló al final antes de caer sobre su espalda fulminada por el regocijo y satisfacción.

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