martes, 17 de junio de 2008

Un invierno es un infierno

Quería flores hoy, quería también un año nuevo chino, me apetecía un beso sobre la colina o la melodía de las aves en celo. Quería primavera en mí, pero olvide que es invierno. Olvidé que hace frío y las praderas se blanquean, olvidé que en esta época el corazón se congela, no palpita, se vuelve piedra. Y quise calentarme con tu cuerpo, quise recordar tu fresco aroma y danzar con tu piel, esa piel donde siempre es primavera. Pero recordé que para mí siempre es invierno. Que el licor se sirve frío, que para ti no hay noches largas y mi tabaco se consume en la chimenea.
No recuerdo cual era tu estrella, la mía yace oculta en la nieve, pero si se cuando podré encontrarte, nos veremos en el próximo equinoccio, si la esperanza antes no muere. Espérame en el balcón, quema un par de conclusiones y aspira las confusiones. Ojala me recuerdes y si me olvidas, que sea en el hielo.

jueves, 12 de junio de 2008

Escolopendra sin mi zapato

Estaba seguro de que era un animal enorme el que se había metido entre las sábanas. Salté tan pronto como pude, cual conejo asustado, pero al hacerlo tropecé con las sábanas y caí aparatosamente. Mi cuerpo aún estaba inundado por la adrenalina del susto anterior, así que no sentí el dolor cuando me levanté. Salía sangre de mi nariz pero no me importó. Junto con las sábanas que arrastré con migo al caer había algo, largo y de color escarlata. Se movía rápido con sus veintiún pares de patas. Tomó rumbo hacia mis pies, reptando con la velocidad de una retorcida flecha, medía casi treinta centímetros – ¡lo juro por Dios! – y era condenadamente feo. Apenas salté a un lado para evadirlo, él se siguió derecho y se escondió bajo mi mueble tocador. Mi corazón aún estaba agitado. Encendí las luces, y me asomé lentamente.
¡Ya no había nada ahí! No pude conciliar el sueño el resto de la noche, subido a mi cama desprovista de sábanas. Sosteniendo un zapato, la mejor arma que yo conocía contra las escolopendras.

viernes, 6 de junio de 2008

Trampas crepusculares en Otoño


- ¡Raúl! ¿Eres tú? – escuché a mis espaldas mientras caminaba por la deshabitada banqueta cercana a casa. - ¡Raúl! Estoy hablándote – insistía la ronca, aunque femenina voz (había algo de sensual en aquel timbre tan peculiar) pero no giré, supuse que no me hablaba a mí, después de todo, no me llamo Raúl, pero entonces sentí una delgada, aunque firme mano en mi brazo que me jalaba hacia atrás, acompañada de un gesto de reclamo de esa mujer - ¿por qué no me contestas malcriado? – me reclamó medio enojada, medio en broma, y la vi entonces, su pelirrojo cabello corto, sus ojos amielados, su tez blanca, aquella boca de delgados labios que parecían incitar a la poesía. Era una mujer hermosa, su blusa café y su falda de manta solo le otorgaban un encanto aún más potente, un toque otoñal.
- ¡Ah!, perdóname, es que estaba muy distraído, hola, ¿cómo estas? – intenté no mencionar alguna frase en la que estuviera obligado en llamarla por su nombre, puesto que no sabía cual era.
- Increíble, Raúl, no te había visto en, ¿Cuánto? ¿Tres, cuatro años?
- Sí, ha pasado mucho tiempo – fingí saber de lo que hablaba, no era un problema para mí, había pertenecido al taller de teatro en el bachillerato.
- ¿A que te dedicas ahora, eh? – ella mostraba una curiosidad casi juguetona y lanzaba miradas bastante confusas, pero en esos ojos de ámbar todo parecía tan inofensivo…
- Soy profesor de matemáticas en una secundaria
-¿En serio? ¿Y que pasó con aquel Raúl tonto que no podía ni sacar la suma de tres más cuatro? – me sentí un idiota, apenas y podía creerme lo que pasaba. Debía pensar en algo pronto para zafarme de esta.
- Las personas cambian – solo eso atiné a decir después de balbucear un momento.
- Dímelo a mí, ¿Me creerías que ya no he bebido ni fumado en meses? – intente una cara de asombro, creo que me salió bien, ni muy exagerada ni muy indiferente – si, ¡yo, la nena fiestera borracha y chimenea de vocación ha dejados sus vicios! – mencionaba esto con una fingida solemnidad como en burla del constructo de la dignidad.
- ¿Y tu, que has hecho de tu vida? – tuve que contraatacar o de otro modo no tendría ningún arma, y la mejor arma con la que podía contar es la información, cualquier cosa que dijera sería relevante.
- bueno… ¿Recuerdas a José Luís? – Asentí falsamente con un movimiento de cabeza – pues lo dejé y luego todo pareció ir mejor, ahora trabajo en un despacho contable por el centro, ¿cómo ves?
- Magnífico, que bueno que te va bien, pero… - no sé por qué pregunté esto, tal vez creí que me serviría de hilo para saber más de ella - ¿Por qué terminaron José Luís y tú?
- ¡Ay! Raúl, ¿no te imaginas? – su mirada parecía invitar a la travesura – él se enteró de lo nuestro – eso me desconcertó por un instante, pero no tanto como lo que dijo después – y más, se dio cuenta de que no te pude olvidar así que se puso insoportable y lo mandé a besarle el culo a Satán.
El tal Raúl y esta belleza de mujer tuvieron algo que ver, algo fuerte, y ella ahora me confundía a mi con aquel tipo, de forma tal que luego de rato de charlar con migo no se había dado cuenta de que el tal Raúl no era yo. Estaba ciega de amor. Ello me convenía, tenía una importante ventaja, o eso creía. Solamente debía hallar un gancho, algo de donde agarrarme, pero no se me ocurría nada.
- Te sorprende ¿no es cierto? – Preguntó al fin ella – yo no supe cómo decírtelo en aquellos días y no puedo evitar pensar que si te lo hubiera dicho tal vez tu, no… - pausó, era un silencio que debía ser llenado tal vez por mis palabras, pero no lo hice, dejé que lo hiciera ella, yo no estaba seguro de qué decir – no te hubieras ido.
- Tal vez – fingí una dignidad que no tenía.
- Por favor, no me hagas sentir más mal – no lloraba, de hecho su timbre y expresiones estaban muy lejos de rozar al llanto, era, en cambio, una extraña serenidad opresiva, un sentimiento que se me antojó seco, yermo y al mismo tiempo lleno de ocultos colores.
- Discúlpame – proferí, la falsa dignidad se me daba tan bien que me daba miedo – ¿fue eso entonces?
- Si.
- ¿Qué piensas hacer ahora? – esa pregunta me interesaba más que cualquier otra, pero no obtuve palabra alguna como respuesta, en cambio ella se acercó bruscamente a mí y bajó con sus delgadas manos mi cabeza hacia su cara hasta plantarme un beso al que, naturalmente, no me resistí.
- ¿Vives cerca? – Preguntó ella luego de acabado el momento del beso, a lo cual respondí con la verdad, es decir, afirmando – Llévame.
No lo dudé ni por un instante. Caminamos prensados del brazo por las solitarias calles de esa extraña tarde otoñal. El ambiente parecía barnizado con el oro que el inicio del crepúsculo derramaba sobre esta porción del mundo. Había unas cuantas personas por aquella calle, pero ninguna de suficiente relevancia como para recordarla ahora. Entramos a casa, siempre he sido muy pulcro, pero esta ocasión dejé un par de trapos tirados por la casa, aunque no hacían demasiado bulto. Ella seguía relatándome escenas de su vida, lo cual me agradaba, y ya no tanto por el hecho de saber más sobre ella y tener cómo controlarla, sino porque su vida comenzó a parecerme, insospechadamente, interesante. Esto no era común en mí, es más, la atención que yo prestaba a las conversaciones que me hacían otras mujeres era prácticamente nula, pero el tono y timbre de ella eran indescriptiblemente encantadores.
Al avanzar por la sala ella me lanzó repentinamente al sofá más grande y se colocó sobre mí. De algún modo que aún no puedo explicar su falda parecía provocar una extraña magia a su encanto natural. Pero pronto importó poco. Ambos nos encontramos desnudos varios minutos después, cuando nuestras caras y cuellos estaban recubiertos de nuestras mutuas salivas y nuestras manos se cansaron de palpar la tela que cubría nuestra piel.
El sexo fue magnífico, por mucho el mejor que he tenido con mujer alguna, había algo especial en ella. No sabía que era, pero era realmente maravilloso. El modo tan versátil en que sus caderas se acomodaban a mis movimientos, su insaciable boca que no paraba de besar cuanto rincón de mi piel hallaba, el perfume de su piel, embriagante, dulce, erótico, la magnífica habilidad que tenía para felarme. No se qué podría ser, pero ella lo hacía ver todo magnífico en aquellos momentos. Me dejó exhausto como no lo había estado en mucho tiempo. Y con una sensación de satisfacción inigualable e indescriptible.
Tal vez fue eso, tal vez fue una naciente sensación de culpa, quizá en mi estado de despreocupación y embriaguez de los placeres sexuales lo hice, o fue solo producto de una estupidez desprovista de razón o justificación, pero mientras, aún en el sofá me encontraba acostado con ella a lo largo de este, le confesé mi verdad.
- No soy Raúl, perdóname, creo que te confundiste de persona, no te conozco y no se quién rayos sea ese Raúl, pero debe ser el hombre más afortunado del mundo por tener tu cariño – y yo realmente no esperaba lo que vino después, me imaginaba un enojo e indignación extraordinarios, estaba preparado para ello, y a pesar de que lo que dije fue del todo sincero, sabía que ella no lo vería así, pero de hecho su reacción fue mucho más desconcertante de lo que yo hubiera creído o querido.
- Yo tampoco conozco a ningún Raúl, ni a ti, pero me pareció un buen nombre para alguien con tu cara – esto era del todo inconcebible, ella me tendió la peor de las trampas y en lugar de enojarme estaba agradecido con ella – Me llamo Rebecca, por cierto – y me abrazó.