jueves, 5 de febrero de 2009

Estragos de la soledad

Las mañanas se ven tan distintas, como si el sol hubiese retirado la luz que derrochaba contigo, a tu alrededor. El departamento es muy grande, no me había dado cuenta de cuanto, de todo ese espacio que ocupabas tú y que para mí era restringido, ahora no estas, y todo es mío, ¡pero que poco es!
Se siente tan blanco el cuarto de baño, lo era antes tanto como lo es hoy, pero no había sido capaz de notarlo. Y al sentarme en la computadora a escribir, las hojas en Word me parecen tan amplias ahora, imposibles de ser llenadas como antes, cuando solo era necesario verte pasar por la sala de estar con tus pantis y tu blusita blanca con la figura del oso pooh para que, sin casi darme cuenta, las páginas se llenaran, una tras otra, tan velozmente que el reloj parecía ir en mi contra, que el día se sentía tan vertiginoso y ahora, las horas son eternidades y cada minuto me parece estar más viejo, seco, incapaz de recordar, como no recuerdan los viejos, salvo aquello que nos ha dejado marca en la memoria. Tú por ejemplo eres mi cicatriz, mi estigma ¡y cuanto dueles!
Camino todos los días, para no estar ahí, para no pensarte, busco calles nuevas, callejones que antes no existían para mí, y de pronto la ciudad es más un laberinto de lo que antes fue, contigo aquí cuando solo habían esas rutas tan nuestras. Ahora ando por esos pasillos antes desconocidos, para no recordar ni recorrer las calles por las que antes caminábamos, juntos. Cada día un camino distinto, una callejuela nueva, pues cada vez que intento repetir la ruta de ayer me doy cuenta y pienso: “por aquí ya la pensé ayer, y por esta otra también el otro día, buscaré una avenida por la que no haya pasado ya, por la que no la haya pensado ni recordado”. ¡Y así he recorrido media ciudad!
Las sábanas están frías, muertas, el espejo ya no reluce como antes y en él mi reflejo es el de un hombre apenas con vida, apenas con una vida, cuyos ojos se hunden en su cráneo y cuyas manos nudosas se enfrían con el aire mortecino de su habitación, intentando aferrarse a un pasado, desdeñando su presente y sin esperanzas de tropezarse con cualquier futuro . El Jack Daniel’s parece carecer de su habitual sabor, ahora sabe a cenizas, a olvido, a ausencia, ¡sabe a mi soledad!