viernes, 15 de mayo de 2009

Buenos tiempos


— ¿Qué estás viendo? —casi indignada, casi halagada, pero muy enrojecida, tras esos gruesos lentes.
— ¿No puedo verte? —su desfachatez atravesaba agudamente la atmósfera que creaba su aromático abano en rededor suyo.
— ¿Vas a hacer eso todo el tiempo? —con sus labios aún a modo de puchero y sus manos llevadas a sus caderas que resaltaban apenas sugerentes de los pliegues de ese vestido floreado en blanco y rojo.
— ¿Hacer qué? —una sonrisa cínica y plagada de oscuras y lascivas intenciones dejaba entrever la línea casi perfecta de sus dientes, tan solo truncada por su incisivo de oro.
— Eso, responderme con preguntas.
— ¿Lo he estado haciendo?
— Desde el principio.
— Entonces ¿cómo quieres que conteste?
— Con la verdad.
— Lo intentaré, a ver, vuelve a preguntarme otra vez.
— ¿Qué estas viendo? —intentando imitar su indignación preliminar, resultó en una farsa cuasi teatral que, sin embargo, acabó siendo suficientemente convincente.
— Veo tus piernas, y más arriba, tus nalgas, y más arriba, tu cintura (si, aún la veo) y más arriba — se acercaba cauteloso a ella, como el encantador a la mortífera cobra, o el domador a la fiera —tus bellos senos (aún bellos para mí), y más arriba, tu cuello, y más arriba, tu boca, y más arriba, tus ojos, y aún más arriba… no hay nada, solo tu.
La apretujó con sus brazos, la besó y acarició, y aunque ella, presa de un retraimiento con origen en idealizaciones convencionales sobre el papel casi inexistente del erotismo en las personas de su edad, intentó resistirse a los encantos de aquel hombre de mirada turbada y manos nudosas, sin embargo, sucumbió. Los gatos saltaron exasperados de la cama cuando la pareja se dejó caer entre las sábanas con aroma a ungüentos y esa curiosa fragancia a hospital que plaga las pertenencias de los adultos mayores de sesenta años. Sus besos y caricias eran frenéticos y espasmódicos, como no lo habían sido en décadas. El mueble de de junto, en el que había toda una colección de frascos coloridos con cápsulas y píldoras aún más policromáticas, se tambaleaba tembloroso produciendo, los botes sobre este, un sonido como de sonajero.
Nunca hubo penetración, el viejo no pudo lograr una erección y no tenía receta alguna para conseguir viagra. Pero esto importó poco a la pareja. Acostados y semidesnudos en aquella habitación de tapizados floreados en tonos badge, los amantes (por así denominarlos), disfrutaban del momento más feliz de sus vida en bastantes años como para recordar otros momentos felices.
Vistiéndose para irse de ahí, el hombre encendió su puro. Con tropezones de sus alargadas manos, ella buscaba, en el mueble de sus pastillas, sus gruesos lentes. Él estaba por atravesar el portal cuando ella, que por fin había cogido sus grandes espejuelos, le cuestionó en un hondo suspiro:
— ¿Vas a volver?
— ¿A dónde? —espetó él lanzando una gruesa bocanada de humo sin siquiera voltear. Pero con una sonrisa tan grande en la cara que los pliegues y arrugas que esta formaba en su rostro eran percibidos por ella desde atrás. Ella asumió que, a pesar de esas palabras, la respuesta era si. Y suspiró como solo las jovencitas de dieciséis años saben hacerlo.