lunes, 31 de agosto de 2009

Promesas inquebrantables

Su mano se encuentra inerte y fría, es ceda en un frigorífico. Pero cuando él la sostiene pierde ese frío y vuelve en retrospectiva casi dolorosa a aquellos momentos felices donde acariciaban mutuamente sus pieles, calientes y sudadas, restregados en paroxismo dérmico.
Ese olor, el olor que las cosas tienen en un hospital, lo odia tanto. Le sostiene la mano pero ella no responde, sus ojos siguen cerrados, como lo han estado por semanas, sus labios mates son el reflejo de la belleza en decadencia, una obra de arte pudriéndose en las profundidades de un oscuro armario. La barba de él ha crecido, hay ojeras nuevas bajo sus ojos cafés y perdió casi cuatro kilogramos, es la sombra de si mismo, la miseria con piernas enflaquecidas.
— ¿Te invito una copa? —murmura para sí mismo aún sosteniendo esa mano inmóvil. Su voz es un hilo exangüe.
—No, si quieres mi número telefónico, te costará dos tragos —desde sus recuerdos ella le contesta, su sonrisa, esos blancos dientes, ese lápiz labial, y sus palabras se disuelven en el humo de su cigarrillo y la música de aquel antro en donde descubriera aquella figura por vez primera.
—Estoy dispuesto a pagar el precio —una mutua sonrisa. Ella, al final, le da su número equivocado.
Y después de esos dos tragos rememorados, él vuelve al blanco cuarto de hospital (se ha dado cuenta de cuánto odia ese color), vuelve al frío de aquella mano, a ese mutismo angustioso y mortal. Aún en esa cama con ásperas sábanas, sigue ella, con sus deslucidos ojos cerrados y los labios opacos (¡Oh, aquella sonrisa, Oh, aquellos dientes!) y él no suelta su mano palidecida. Le sudan las palmas y debe limpiárselas de vez en cuando en su propia ropa para volver a sostener la de ella.
—Es su corazón —había dicho el doctor.
Las esperanzas son pocas, desde que todo esto comenzara, nunca conservaron demasiadas. No era como antes, no más, cuando la juventud los bendecía con virtudes ahora añejas. Las llamadas nunca entraron después de aquella noche en el antro. Pero un día cualquiera a una hora inapropiada ellos se encontraron casualmente en el metro.
—No contestas mis llamadas —casi jugando, casi reprochando.
—No puedo contestar tus llamadas si no llamas al teléfono correcto —casi jugando, casi confesando (y esa sonrisa, esa era La Sonrisa).
Repentinamente, en aquel breve viaje en el tren subterráneo, surgió magia, ¿cómo más describirla? Esa combinación de sentimiento, necesidad, simpatía y química que resultan casi en alquimia determinista. Esas llamadas de madrugada que suturan almas rotas; aquellos consejos que nunca se piden pero que tanta falta hacen; las miradas que confirman, que hablan, que discrepan y debaten; esos cumplidos indecentes antes de despedirse; maratones de besos; las bromas privadas que condimentan las horas vacías; numerosas batallas cuyos tratados de paz se firmaron entre las sábanas; la visita a la tumba de los suegros; reglas de convivencia que ambos rompían; madrugadas de películas, palomitas y confesiones; palmadas, pellizcos, susurros, caricias, imprecaciones, sudores, lengüetazos, besos… historia, esa era su historia, su vida, las mejores y peores etapas de sus vidas las vivieron el uno con el otro.
Y esa mano continúa frígida entre los sudorosos dedos de él.
—No quiero separarme de ti —le confesó ella alguna vez, mientras apagaba un cigarrillo en el cenicero, justo antes de darle ese beso que rompió el record.
—No me perderás —le responde él frente a esa cama blanca y con la atmósfera anegada en el despreciable olor a hospital, al tiempo que apretuja sus dedos contra los de la mano inerte de ella, es un lactante sosteniendo el pulgar de su madre —siempre estaré contigo, lo prometo.
Por primera ocasión en tres días seguidos, abandona el nosocomio y se va a su casa (la de ambos). Bebe una copa de vino (tempranillo), redacta una carta en su computadora personal, hace la revisión final de los documentos, abotona su camisa, saca la basura, alimenta al gato, apaga el gas, limpia la casa, carga el arma y dispara en su sien.
Despierta, pero se siente cansada (deben ser los medicamentos), hay una cicatriz nueva en su pecho, la operación fue exitosa, pero no lo ve a él. Tiene una extraña sensación de humedad en su mano, sus dedos están fríos y de algún modo, que no es capaz de explicar, no se siente sola.