domingo, 26 de octubre de 2008

Por puro placer - Genesis de una obsesión

La impaciencia me perturba. Desde la ventana no logro ver aún su figura acercándose entre la muchedumbre noctámbula que anda por estos rumbos tan sórdidos y espectrales. Las personas, como sombras errantes, como hormigas agitadas fuera de sus acostumbradas filas continuas, caminan y apresuran el paso, temerosos de lo que la noche guarda por entre estos callejones. El crimen, la violencia y la impunidad que por acá son sagrados valores y pan nuestro de cada día.
La ventana se empaña por la húmeda frialdad que reina en la infecta atmósfera de esta ciudad. En la lejanía, tras espesas nubes purpureas se asoma la luna, ha comenzado a menguar y, como si se avergonzara de este estado, se oculta tras la bruma ponzoñosa de la zona oriente de esta ciudad, la zona industrial. Y así, su luz intermitente, apenas y moja de plata pocos tejados en el horizonte. Las luces de los altos edificios, en cambio, imponen dominio en el paisaje, como si estas construcciones tan recientes hubiesen reemplazado en magnificencia a las estructuras titánicas que la naturaleza y el orden universal crearon desde mucho antes de la aparición de la humanidad. Este mismo orden natural que impone a la vida la máxima ley, la norma de la supervivencia por sobre cualquier cosa y a cualquier costo.
Sin embargo, hoy la supervivencia – por lo menos la mía – ha pasado a un segundo plano. Hoy me abandonaré a uno de los instintos más primitivos, un instinto que rivaliza con el de sobrevivir, y que de hecho se complementa con él, el placer. Esta noche mi regla es la de disfrutar, la de arrojarme al foso de las mil delicias y saborear néctares dignos de dioses. Pero todo depende de que ella llegue. Y debe venir. Mientras tanto mi vista sigue escudriñando las calles desde la ventana. Puedo distinguir a las personas cubiertas con gruesos abrigos caminando con cierto miedo que podría ser olido desde donde estoy, si abriera la ventana, pero no deseo sentir las corrientes de frío hoy. No es mi deseo. Y lo que si deseo se ha de cumplir en breve, puesto que ella ha llegado. La veo doblar una esquina y dirigirse hacia acá. Su abrigo café, su cabellera castaña, su piel trigueña, puedo, incluso, ver el lunar al lado de su boca desde la altura a la que me encuentro. No puedo evitar la sonrisa al saberla pronta a caer en mis garras.
La ventana ha perdido interés para mí, ya que ella ahora debe de estar subiendo las escaleras. Camino hacia la puerta. Los minutos pasan muy lento, son solo cuatro, pero parecieron cuarenta hasta que ella llegó y tocó. Abro con un gran entusiasmo que no logro disimular.
- Permíteme tu abrigo, ponte cómoda – le suplico. Me contesta con una sonrisa y una mirada divertida, casi lasciva. Le divierte tanto mi emoción por ella. Se sabe deseable, y se mueve con una sensualidad indisimulable, lenta, sutil, la mujer que todo hombre desearía, con la que ha soñado siempre. Proporciones exactas, simetría perfecta, sensualidad irreprochable, un sentido bien pulido y manejado del erotismo, el ángel de la carne y yo perplejo ante ella. Mis ansias por gozarla me traicionan. ¡La deseo!
- Un lugar acogedor – su voz se desenvuelve en el vacío de la habitación como una serpiente, llega a mis oídos y se me eriza la piel.
Las conversaciones insulsas continúan mientras nos dirigimos a la sala, donde nos aguarda una botella de champagne espumoso. Le sirvo una copa tras otra y bebo con ella. Luego de pronto, ella se da vuelta para extraer un objeto de su bolso. Se trata de un pequeño portarretratos donde había una imagen suya, mostrando una espléndida sonrisa.
- Es para ti – me dice y lo coloca entre mis manos.
- ¿Qué significa esto? – inquiero con una gran duda dibujada en mi rostro.
- Supuse que si me iba a convertir en tu obsesión, debías llevar algo que te recuerde a mí siempre, algo que te haga saber que no soy un sueño.
- Tienes un gran ego, sabes – le respondo juguetonamente, pero la verdad, la terrible verdad, es que ella tiene razón. Luego de esta ocasión yo sería susceptible a dudar sobre la existencia de un ser de naturaleza tan mística como lo es ella.
Las horas juegan con nosotros y nosotros con la velocidad de las manecillas del reloj. De mucho hablamos, me cuenta algunos casos de su vida y muestra su lado humano, el lado de cuya existencia se duda en seres de tal perfección. Yo por mi parte la escucho y la secundo en comentarios oportunos. Pero a ambos se nos acaban las palabras de pronto y solo podemos vernos, complacidos mutuamente en un sentido más bien espiritual. Y así nos damos el primer beso. El momento de gozar de ella se acerca inminente.
Nos dirigimos a la habitación y nos acariciamos. No pronunciamos ni una palabra, las caricias hablaban por nosotros y nos decíamos exactamente lo que necesitamos saber. Ella me habla de deseos puros de satisfacción, de amores antiguos y perdidos, de inocencia en decadencia, de zonas donde las manos tienen permitido el paso y otras donde no, me recita poemas épicos, el cantar de los cantares, el Corán escrito en nuestra piel con nuestros propios dedos, y me canta al oído cuando sumerge su lengua y muerde mi oreja. Yo soy, sin embargo, menos elocuente que ella, pues mis caricias solo dicen cuanto la deseo, cuanto ansío sus mieles y todo lo que tanto he esperado este instante.
La desnudez nos sorprende entre las sábanas, como un deseo que se vuelve tan real que se duda de él. Siento sus palpitaciones y las mías también, mi corazón late fuerte. Su sexo humedecido se desliza por mi pierna, su piel se talla con la mía y me suplica con su tacto que la posea. Le correspondo al deseo. La tomo con nerviosismo inicial, pero pronto mi determinación se ve reflejada en mis movimientos, más calculados y de frecuencias constantes. Sus gemidos son excitantes y sus mordidas deliciosas.
Pero ha llegado el momento del clímax, el instante del verdadero placer, cuando su cuerpo me pertenecerá completamente y sin que su voluntad se oponga, cuando ya no pueda decidir y sea solo un despojo delicioso del que yo beberé. Así ha de ser, mientras la penetro y sus uñas se clavan en mi espalda, alargo el brazo lo más que puedo para abrir el cajón del mueble junto a la cama. De su interior extraigo una daga y con ella apuñalo en un costado a esa preciosa criatura. Así gozo la doble penetración una y otra vez, ella se agarra a mí, sus ojos exorbitados me miran con terror, me golpea y araña, pero ya no de placer, sino como defensa inútil. No puede hacer nada, la sigo acuchillando al ritmo de mi pelvis hasta que eyaculo en su interior. Ahora su cuerpo se ha vuelto frío, sus ojos, aún abiertos sobremanera, se han apagado y en la colcha la sangre se disuelve e impregna fuertemente. Sumerjo mi lengua en esta. Me mancho la cara, el cuerpo, y mi sexo con la humedad roja. Beso su boca fría y abierta en una mueca inmóvil de dolor, acaricio ese lunar junto a su labio. Sonrío, y siento que en cualquier momento estaré listo de nuevo. Y lo estoy, la penetro una vez más, y esta vez, experimento un orgasmo aún más intenso. Su poesía se ha quedad en el recuerdo, la abrazo y le agradezco el que haya acudido. Y acostado junto a ella, en esa amorosa posición, puedo ver en el mueble de noche la fotografía que me regaló momentos atrás. Su sonrisa, su luminosa mirada, su piel fresca, toda ella me confirmaron sus augurios. Se convertirá en mi obsesión, en un fantasma, que habré de recordar en su mejor momento y en el último aliento. Su figura me ha de acompañar siempre y esa sonrisa que me regala su imagen inmóvil en el retrato será mi eterno desvelo, per sécula seculorum.
Lloro, creo que de alegría y espero al amanecer. El amanecer más frío que he sentido.

sábado, 11 de octubre de 2008