miércoles, 31 de diciembre de 2008

Hambre de milagros el día después de navidad


Aquella mañana parecía el escenario de un verdadero milagro navideño. El sol se levantó tan luminoso en el claro cielo que casi parecía pedir disculpas a la humanidad por su breve ausencia, redimiéndose con su fulgor; el viento soplaba ligero y frío, se sentía la gelidez en la garganta al inhalarlo, y la piel, especialmente los dedos, se enfriaba al sentirlo correr; algunas narices ennegrecidas por el carbón eran capases de respirar ese céfiro ágil y, casi misericordioso, pues no habían sentido en su aparato respiratorio mas que humo durante la trágica noche. Ahora sobre las cenizas se alzaba un poco de vida la gente se movía y pateaba la madera derruida por el fuego, había llantos y desconcierto, pero todo en voz baja, casi como dolor que no se atrevía a ser gritado solo susurrado. Los niños, con sus mejillas rosadas, aún no eran capaces de comprender lo que había pasado. Todos buscaban en algún lugar, una señal, un indicio, un milagro, y fue así que algunas miradas curiosas se asomaban al lugar donde, mientras aún humeantes, los escombros de lo que fuera un hogar eran removidos con juguetona esperanza por un infante, y este sonrió al descubrir entre las cenizas y el carbón de un árbol de conífera calcinado, lo que parecía ser un paquete envuelto en celofán. Su rostro se iluminó al descubrir una nota medio quemada que tenía su nombre en ella escrito. Lanzó una risita de felicidad que pareció regocijar los anhelantes corazones de los testigos. Con sus ágiles manitas arrancó la envoltura ennegrecida y al abrir la caja descubrió calcetines y ropa interior con aroma intenso a humo y cenizas. Su carita de satisfacción quedó supeditada a su decepción. Los curiosos que veían la escena, decidieron voltear a otra parte, tal vez en otro sitio hallarían verdadera esperanza y alivio a la tragedia. Y el muchacho, con sus manos cubiertas con gruesos guantes, su bufanda roja y ahumada, y su ushanka negra, solo miró al cielo con la intención de llorar, pero no hubo lágrima alguna.
“Tal vez, después de todo” susurró para sí, “si merecían morir”.