sábado, 26 de enero de 2013

Una cotidiana certeza


Lo tenía claro. Tenía claro que la amaba. No estaba seguro de cómo. Pero él la amaba. Era la primera vez después de muchas relaciones fallidas (o quizá no tantas, tampoco fue muy popular entre las mujeres, pero digamos que sí las suficientes) en que no tenía esa molesta espina en su mente. Esa que tuvo con sus otras parejas, esa que le hacía pensar de una “no la merezco, ¿por qué se fijó en mí?” o de otra “ella no me merece, soy demasiado para ella” o de otra más “¡Oh Dios!, ¿Qué hice para merecer esto?”. No esta vez. No con ella.
Es verdad que no era la mujer más guapa del mundo. Definitivamente no era una modelo. Tenía unos kilos extras que sobresalían en forma de una leve llanta alrededor de su cintura y chaparreras que aumentaban el volumen de sus caderas. Su piel era morena clara con algunos lunares en su espalda y un par de ellos en el cuello (de uno de ellos brotaba un pequeño vello, solo se veía si te acercabas, pero a ella parecía preocuparle más de lo necesario). Su nariz resultaba ligeramente prominente y siempre llevaba esas gafas gruesas debido a su miopía. Aunque él tampoco era alguna clase de Adonis. Más bien se consideraba a sí mismo feo.

Y él no tenía ahora ninguna duda de que la amaba. Nunca se había sentido tan realmente cómodo con nadie en su vida. Con ella no sentía la necesidad de guardar cualquier clase de apariencia. Los gases, de ambos se podían escuchar en la habitación y ya ninguno se inmutaba, algunas veces incluso se reían. Ninguno de los dos escondía la panza en presencia del otro, lo cual fue para ambos una gran preocupación en sus primeros días de noviazgo. Hasta habían intercambiado carpetas de pornografía que ambos habían coleccionado (sí, ella también disfrutaba del porno). Él podía sentirse verdaderamente como él mismo. junto a ella. Sin presiones ni imposiciones.
Y ahora, después de mucho tiempo finalmente se sentía con la certeza absoluta de estar enamorado. Enamorado de verdad. No como cuando uno dice estarlo en la secundaria o la preparatoria cuando se es demasiado joven para saberlo. No como a quien solo quieres por su apariencia o porque el sexo es grandioso. No como dices que amas a alguien solo por no sentir el frío filo de la soledad lastimándote. No como cuando crees que es amor pero solo es esa sensación de posesión sobre la otra persona. No como cuando sientes dependencia más que amor. No como cuando crees que fue el destino quien los unió, o como cuando crees que ella es tu alma gemela. Esas estupideces a él no le pasaban, le parecían estupideces de novelas tonterías, vicios de personas idiotas, puntos de vista bastante mediocres. Pero esto no era igual. Esto no era lo mismo.
Sí, estaba completamente seguro de lo que sentía. La revelación le había llegado justo hacía una hora mientras estaba en la ducha y ella entró a orinar, platicaron un poco de alguna trivialidad. En ese periodo de tiempo ella no se disculpó en ningún momento por entrar a saciar sus necesidades biológicas y él no sintió ningún abuso a su intimidad. Todo había sido tan natural que no se dio cuenta. Cuando ella salió de ahí diciéndole que como ella había hecho el desayuno a él le tocaría hacer la merienda, él, después de asentir con aire de resignación, se quedó solo un momento pensando, casi sin querer, en lo que había acabado de pasar. El pensamiento cruzó su mente por un segundo: “Nunca me había pasado esto antes con ninguna de mis otras parejas”. Y de ese simple pensamiento, de esa sola idea una, un aluvión de reflexiones empezó a brotar. Y poco a poco, conexión tras conexión, una epifanía se hizo presente en un suave susurro que se perdió con el rumor del agua de la regadera golpeando su cuerpo y el piso de azulejos del baño: “la amo”. Temblaban sus dedos. Estaba seguro de lo que había acabado de pronunciar como nunca lo había estado antes de cualquier otra cosa. Era una certeza que en ese instante se le antojó incluso abusiva.
Y ahora que estaba seguro ¿qué seguía? Llevaban cinco meses en la relación y ninguno de los dos había dicho nunca (ni siquiera durante el sexo) un “te amo” en ningún momento. Había caído en la cuenta de ello en ese instante. Ninguno había dicho nunca esas palabras. Él nunca se las había dicho a ninguna de sus parejas. Y le quemaban. Ardían por salir. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Se acercaba y las decía simplemente? ¿o tenía que preparar algo especial como una cena? A ella le gustaban las cenas, eran las excusas perfectas para lucir esos vestidos tan lindos que casi no tenía oportunidad de usar. Quizá durante el sexo, ¿o mejor después? Ya que ambos se han venido. Pensó luego que eso era mala idea ya que podría confundirse con la emoción del momento y eso podría no ser bueno. Esto iba a ser una confesión de una de las verdades más dolorosas de su vida. Lo sentía como arrancar un pedazo de él mismo para ponerlo sobre la mesa frente a ella. Si ella aceptaba ese trozo de él todo estaría dicho y hecho. No quiso plantearse la alternativa.
Se vistió  con algo holgado y salió rumbo al sofá donde estaba ella. Se había declarado ese fin de semana como días de flojera y decidieron pasarlos en la casa de él. Ella revisaba sus redes sociales en su teléfono y bebía un vaso de leche. A él no le gustaba la leche pero a ella le fascinaba. Cuando la bebía él prefería no besarle.  Se quedó ahí parado. No sabía qué hacer más que clavarle la mirada. Ella le dirigió una mirada de extrañeza.
—¿Qué?— le preguntó.
—Nada— fue la respuesta y él se fue a la cocina a servirse agua. No tenía sed. Solo quería pensar un poco más.
¿Se lo digo ahora o mejor después? ¿Debería decírselo en todo caso? ¿Qué probabilidades hay de que sea correspondido? Sus dudas ya no eran sobre si la amaba o no, o sobre qué tan seguro estaba de sentir verdaderamente eso. Esa ya era una certeza. Sus dudas ahora eran sobre el siguiente paso. Tragó saliva. 
Bebió el agua del vaso pero la escupió en el fregadero al darse cuenta de que había restos de leche que habían convertido esa agua en una solución blancuzca con sabor a lactosa diluida.
—¡No dejes vasos sucios de leche aquí!— gritó.
Ella se disculpó, tal vez fue sincera o fue solo para evitar más regaños, no es seguro, pero no importaba más. Ahora tenía que servirse agua en un vaso limpio porque, aunque no tenía sed, debía quitarse el asqueroso sabor lácteo de la boca de algún modo. Hizo unas gárgaras con los primeros tragos y se tragó los últimos. “Que nena” alcanzó a oírla decir desde el sofá con tono burlón. Le dio cierto coraje, pero le arrancó una leve sonrisa. Burlarse el uno del otro solía ser uno de sus pasatiempos, uno de esos juegos privados de pareja.
Ya era momento. Sintió de pronto que no habría más oportunidad. Por supuesto que las habría, pero él se sintió simplemente desesperado. Esas palabras ardían en su lengua con ansia de ser ser pronunciadas. Se acercó y con aire decidido se puso junto a ella.
—Oye.
—¿Qué?— contestó ella sin prestarle demasiada atención pues alguien había hecho retuit a una de sus frases sobre lo pendejo que era Peña Nieto.
—Te amo— lo soltó así sin más.
No estaba seguro de qué esperar pero entre todo lo que pensó no se había preparado para la respuesta que vino. A él solo se le habían ocurrido dos opciones, o bien ella le decía que también lo amaba, u obtendría una negación estilo “yo no te amo, pero nos la pasamos bien juntos” o algún rechazo de alguna clase. Pero no fue eso lo que le respondió. En lugar de eso fue:
—¿Es tu nuevo método para pedirme sexo?— respondió ella con una sonrisa juguetona.
A él se le ocurrieron varias bromas al respecto para contestarle, pero le pudo más el desconcierto de no estar preparado para no ser tomado en serio. En vez de responder con algún chascarrillo y hacer como si nada, él decidió poner la cara más seria que encontró en su arsenal de expresiones faciales (lo cual fue difícil, ya que su rostro resultaba algo gracioso, incluso cuando estaba serio) y reafirmarse en su posición.
—No, es en serio— le costó un poco de trabajo el cuidar que no le tiemble la voz —Te amo. Me acabo de dar cuenta.
Esta vez ella bajó su teléfono celular y lo dejó boca abajo en el respaldo del sofá y se dirigió a él con los ojos muy abiertos. Era obvio que estaba completamente desconcertada.
—Tú, ¿estás seguro?— parecía que no acababa de creérselo.
Él la miró fijamente a sus ojos aceitunados y asintió con la cabeza añadiendo:
—Ya lo he pensado mucho. No me queda ninguna duda. Es oficial— por un breves fracciones de segundo luego de decir esto último sonrió. Pero fue breve precisamente porque lo carcomía la incertidumbre.
Se quedaron en silencio por unos momentos. No fueron más de dos minutos pero cada segundo a él le pareció que se prolongaba demasiado. Una eternidad cada segundo. Normalmente no le molestaban los silencios que había entre ellos, no solían ser incómodos. Pero este lo fue. No aguantó mucho y al final tuvo que ser él quien preguntara:
—¿Y bien?
—Yo…
Pero no dijo nada por unos momentos.
—Yo también— finalmente lo dijo en una sonrisa temblorosa.
Él sonrió con ella.
—Bueno, pues ¡ya está!— dijo finalmente él —¿Qué preparo de comer?
Se fue a la cocina y abrió el refrigerador con despreocupación. La atmósfera tensa de antes había desaparecido. Ahora todo era exactamente igual de rutinario que antes. Parecía de pronto que no había pasado nada.
—¡Sorpréndeme!— Respondió ella.
Luego de un rato mientras él preparaba omelettes (pues solo habían algunos huevos, verduras y un poco de jamón) y ella estaba indecisa entre tuitear algo sobre lo recién ocurrido o no, ella levantó la mirada del teléfono pensando en lo que había acabado de suceder y comentó:
—Sabes, en la mayoría de las relaciones la mujer es quien lo dice primero. Me atrevo a decir que es un hecho estadístico.
—Pues supongo que este no es el caso— respondió él un con tono distraído.
—Supongo que es eso, o más bien es que en esta relación tú eres la mujer— burlarse el uno del otro era casi una tradición entre ellos. Un juego privado entre los dos ahora oficialmente enamorados. Pero ella era mejor en eso.