miércoles, 31 de diciembre de 2008

Hambre de milagros el día después de navidad


Aquella mañana parecía el escenario de un verdadero milagro navideño. El sol se levantó tan luminoso en el claro cielo que casi parecía pedir disculpas a la humanidad por su breve ausencia, redimiéndose con su fulgor; el viento soplaba ligero y frío, se sentía la gelidez en la garganta al inhalarlo, y la piel, especialmente los dedos, se enfriaba al sentirlo correr; algunas narices ennegrecidas por el carbón eran capases de respirar ese céfiro ágil y, casi misericordioso, pues no habían sentido en su aparato respiratorio mas que humo durante la trágica noche. Ahora sobre las cenizas se alzaba un poco de vida la gente se movía y pateaba la madera derruida por el fuego, había llantos y desconcierto, pero todo en voz baja, casi como dolor que no se atrevía a ser gritado solo susurrado. Los niños, con sus mejillas rosadas, aún no eran capaces de comprender lo que había pasado. Todos buscaban en algún lugar, una señal, un indicio, un milagro, y fue así que algunas miradas curiosas se asomaban al lugar donde, mientras aún humeantes, los escombros de lo que fuera un hogar eran removidos con juguetona esperanza por un infante, y este sonrió al descubrir entre las cenizas y el carbón de un árbol de conífera calcinado, lo que parecía ser un paquete envuelto en celofán. Su rostro se iluminó al descubrir una nota medio quemada que tenía su nombre en ella escrito. Lanzó una risita de felicidad que pareció regocijar los anhelantes corazones de los testigos. Con sus ágiles manitas arrancó la envoltura ennegrecida y al abrir la caja descubrió calcetines y ropa interior con aroma intenso a humo y cenizas. Su carita de satisfacción quedó supeditada a su decepción. Los curiosos que veían la escena, decidieron voltear a otra parte, tal vez en otro sitio hallarían verdadera esperanza y alivio a la tragedia. Y el muchacho, con sus manos cubiertas con gruesos guantes, su bufanda roja y ahumada, y su ushanka negra, solo miró al cielo con la intención de llorar, pero no hubo lágrima alguna.
“Tal vez, después de todo” susurró para sí, “si merecían morir”.

domingo, 26 de octubre de 2008

Por puro placer - Genesis de una obsesión

La impaciencia me perturba. Desde la ventana no logro ver aún su figura acercándose entre la muchedumbre noctámbula que anda por estos rumbos tan sórdidos y espectrales. Las personas, como sombras errantes, como hormigas agitadas fuera de sus acostumbradas filas continuas, caminan y apresuran el paso, temerosos de lo que la noche guarda por entre estos callejones. El crimen, la violencia y la impunidad que por acá son sagrados valores y pan nuestro de cada día.
La ventana se empaña por la húmeda frialdad que reina en la infecta atmósfera de esta ciudad. En la lejanía, tras espesas nubes purpureas se asoma la luna, ha comenzado a menguar y, como si se avergonzara de este estado, se oculta tras la bruma ponzoñosa de la zona oriente de esta ciudad, la zona industrial. Y así, su luz intermitente, apenas y moja de plata pocos tejados en el horizonte. Las luces de los altos edificios, en cambio, imponen dominio en el paisaje, como si estas construcciones tan recientes hubiesen reemplazado en magnificencia a las estructuras titánicas que la naturaleza y el orden universal crearon desde mucho antes de la aparición de la humanidad. Este mismo orden natural que impone a la vida la máxima ley, la norma de la supervivencia por sobre cualquier cosa y a cualquier costo.
Sin embargo, hoy la supervivencia – por lo menos la mía – ha pasado a un segundo plano. Hoy me abandonaré a uno de los instintos más primitivos, un instinto que rivaliza con el de sobrevivir, y que de hecho se complementa con él, el placer. Esta noche mi regla es la de disfrutar, la de arrojarme al foso de las mil delicias y saborear néctares dignos de dioses. Pero todo depende de que ella llegue. Y debe venir. Mientras tanto mi vista sigue escudriñando las calles desde la ventana. Puedo distinguir a las personas cubiertas con gruesos abrigos caminando con cierto miedo que podría ser olido desde donde estoy, si abriera la ventana, pero no deseo sentir las corrientes de frío hoy. No es mi deseo. Y lo que si deseo se ha de cumplir en breve, puesto que ella ha llegado. La veo doblar una esquina y dirigirse hacia acá. Su abrigo café, su cabellera castaña, su piel trigueña, puedo, incluso, ver el lunar al lado de su boca desde la altura a la que me encuentro. No puedo evitar la sonrisa al saberla pronta a caer en mis garras.
La ventana ha perdido interés para mí, ya que ella ahora debe de estar subiendo las escaleras. Camino hacia la puerta. Los minutos pasan muy lento, son solo cuatro, pero parecieron cuarenta hasta que ella llegó y tocó. Abro con un gran entusiasmo que no logro disimular.
- Permíteme tu abrigo, ponte cómoda – le suplico. Me contesta con una sonrisa y una mirada divertida, casi lasciva. Le divierte tanto mi emoción por ella. Se sabe deseable, y se mueve con una sensualidad indisimulable, lenta, sutil, la mujer que todo hombre desearía, con la que ha soñado siempre. Proporciones exactas, simetría perfecta, sensualidad irreprochable, un sentido bien pulido y manejado del erotismo, el ángel de la carne y yo perplejo ante ella. Mis ansias por gozarla me traicionan. ¡La deseo!
- Un lugar acogedor – su voz se desenvuelve en el vacío de la habitación como una serpiente, llega a mis oídos y se me eriza la piel.
Las conversaciones insulsas continúan mientras nos dirigimos a la sala, donde nos aguarda una botella de champagne espumoso. Le sirvo una copa tras otra y bebo con ella. Luego de pronto, ella se da vuelta para extraer un objeto de su bolso. Se trata de un pequeño portarretratos donde había una imagen suya, mostrando una espléndida sonrisa.
- Es para ti – me dice y lo coloca entre mis manos.
- ¿Qué significa esto? – inquiero con una gran duda dibujada en mi rostro.
- Supuse que si me iba a convertir en tu obsesión, debías llevar algo que te recuerde a mí siempre, algo que te haga saber que no soy un sueño.
- Tienes un gran ego, sabes – le respondo juguetonamente, pero la verdad, la terrible verdad, es que ella tiene razón. Luego de esta ocasión yo sería susceptible a dudar sobre la existencia de un ser de naturaleza tan mística como lo es ella.
Las horas juegan con nosotros y nosotros con la velocidad de las manecillas del reloj. De mucho hablamos, me cuenta algunos casos de su vida y muestra su lado humano, el lado de cuya existencia se duda en seres de tal perfección. Yo por mi parte la escucho y la secundo en comentarios oportunos. Pero a ambos se nos acaban las palabras de pronto y solo podemos vernos, complacidos mutuamente en un sentido más bien espiritual. Y así nos damos el primer beso. El momento de gozar de ella se acerca inminente.
Nos dirigimos a la habitación y nos acariciamos. No pronunciamos ni una palabra, las caricias hablaban por nosotros y nos decíamos exactamente lo que necesitamos saber. Ella me habla de deseos puros de satisfacción, de amores antiguos y perdidos, de inocencia en decadencia, de zonas donde las manos tienen permitido el paso y otras donde no, me recita poemas épicos, el cantar de los cantares, el Corán escrito en nuestra piel con nuestros propios dedos, y me canta al oído cuando sumerge su lengua y muerde mi oreja. Yo soy, sin embargo, menos elocuente que ella, pues mis caricias solo dicen cuanto la deseo, cuanto ansío sus mieles y todo lo que tanto he esperado este instante.
La desnudez nos sorprende entre las sábanas, como un deseo que se vuelve tan real que se duda de él. Siento sus palpitaciones y las mías también, mi corazón late fuerte. Su sexo humedecido se desliza por mi pierna, su piel se talla con la mía y me suplica con su tacto que la posea. Le correspondo al deseo. La tomo con nerviosismo inicial, pero pronto mi determinación se ve reflejada en mis movimientos, más calculados y de frecuencias constantes. Sus gemidos son excitantes y sus mordidas deliciosas.
Pero ha llegado el momento del clímax, el instante del verdadero placer, cuando su cuerpo me pertenecerá completamente y sin que su voluntad se oponga, cuando ya no pueda decidir y sea solo un despojo delicioso del que yo beberé. Así ha de ser, mientras la penetro y sus uñas se clavan en mi espalda, alargo el brazo lo más que puedo para abrir el cajón del mueble junto a la cama. De su interior extraigo una daga y con ella apuñalo en un costado a esa preciosa criatura. Así gozo la doble penetración una y otra vez, ella se agarra a mí, sus ojos exorbitados me miran con terror, me golpea y araña, pero ya no de placer, sino como defensa inútil. No puede hacer nada, la sigo acuchillando al ritmo de mi pelvis hasta que eyaculo en su interior. Ahora su cuerpo se ha vuelto frío, sus ojos, aún abiertos sobremanera, se han apagado y en la colcha la sangre se disuelve e impregna fuertemente. Sumerjo mi lengua en esta. Me mancho la cara, el cuerpo, y mi sexo con la humedad roja. Beso su boca fría y abierta en una mueca inmóvil de dolor, acaricio ese lunar junto a su labio. Sonrío, y siento que en cualquier momento estaré listo de nuevo. Y lo estoy, la penetro una vez más, y esta vez, experimento un orgasmo aún más intenso. Su poesía se ha quedad en el recuerdo, la abrazo y le agradezco el que haya acudido. Y acostado junto a ella, en esa amorosa posición, puedo ver en el mueble de noche la fotografía que me regaló momentos atrás. Su sonrisa, su luminosa mirada, su piel fresca, toda ella me confirmaron sus augurios. Se convertirá en mi obsesión, en un fantasma, que habré de recordar en su mejor momento y en el último aliento. Su figura me ha de acompañar siempre y esa sonrisa que me regala su imagen inmóvil en el retrato será mi eterno desvelo, per sécula seculorum.
Lloro, creo que de alegría y espero al amanecer. El amanecer más frío que he sentido.

sábado, 11 de octubre de 2008

martes, 30 de septiembre de 2008

Impresiones finales

Quisiera empezar diciendo que no creo en la reencarnación. Mañana no despertaremos como animales, como un perro o como el hijo de algún beduino en el desierto de Arabia. No es una afirmación demasiado importante para lo que diré. Solo reitero que en verdad, nada es importante luego de que nuestras células mueren, y nosotros con ellas. Las ideas de vida eterna o una existencia posterior se ven tan empequeñecidas por el ilimitado vacío que nos espera luego que incluso podría llevarme a comprender el miedo enfermizo a la muerte y el conjunto de mitologías de vidas ultraterrenas que la humanidad ha desarrollado a lo largo de tantos y tantos milenios, como medio de escape a la realidad. Pero, en otro aspecto, contaré que se trata de un estado de tanta paz inconmensurable que el individuo se olvida completamente de algún otro tipo de existencia más allá de esa situación. Todas las preocupaciones que aquejan a los humanos en vida simplemente se desvanecen y con ella sus recuerdos y conciencias, así la paz se convierte en todo lo que hay, hasta el punto en el que el individuo mismo deja de existir de manera independiente, se funde con esa sosegada y absoluta inexistencia hasta perderse la sensación de delimitación entre el ser y el ambiente. Del mismo modo, el razonamiento de tipo humano es algo inexistente, los pensamientos simplemente no existen y la percepción es monótona y constante, solo se percibe una cosa: tranquilidad y comodidad infinitas. Paz interior y exterior, sin molestas comezones o la sensación de arrugas en la ropa que nos lleguen a incomodar, sin luz que nos impida abrir los ojos u oscuridad que nos limite la visión, sin aromas desagradables o agradables, con un silencio total, tan absoluto que la idea de lo que es el sonido, simplemente es olvidada. El individuo se pierde entre la total quietud y las ideas de existencia, sensación, placer, dolor, pensamiento, recuerdo y todas las demás en general, desaparecen. Incluso el constructo de la paz, puesto que no lo razonas sino que simplemente te vuelves uno con él.
Lo que quiero decir con todo esto es que el tiempo se acaba, y no habrá muchas oportunidades en el futuro, un futuro que se vuelve cada vez más insignificante para mí. Si me permites quiero quedarme con una última sensación antes de disgregarme en el vacío de la inconciencia. Bésame, que sea el sabor de tus labios lo último que mi paladar pruebe.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Fragancias

Esperé a la misma hora de siempre. El sol aún se resistía a nacer por el oriente. Pero no era luz lo que esperaba, no la caricia de una estrella malsana. Esperaba ese aroma, una esencia incomparable. La piel, cruda, rosada, suave, tierna. Se agitaron los vientos al paso de aquella fugaz aparición, apenas unos segundos, unos insignificantes instantes en los que mi nariz se vio envuelta en la fragancia embelesadora de aquella piel. Era como almíbar de rosas, como tierna fruta, durazno intenso. Indiscutiblemente ella. Me encaminé tras aquel camino fragante.
Mis pasos eran torpes, lo han sido siempre, no dejarán de serlo ahora. Pero no podía detenerme. Mi nariz era mi guía y me arrastraba a su merced, con solo un rastro perecedero por pista. Me acercaba con determinación y hasta fiereza, empujando a cuanto cuerpo extraño me topaba – fueron bastantes –. Tropecé, caí estrepitosamente, pero me incorporé aún cuando en el acto perdiera mi bordón y mis gafas. A tientas, con las manos echadas hacia delante como si empujara una pared inconstante, tambaleante, para así poder desplazarme con algo de seguridad.
Lo perdía, perdía el aroma, no debía permitirlo, pero lo perdía. Llegué a lo que parecía una intersección, un cruce de calle en donde los automóviles rugían y expulsaban esos gases característicos, ocultando fugazmente el rastro. Crucé todo lo rápido que podía, solo lograba oír a los coches zumbando a mi alrededor y pitando con furia los agudos cláxones. Crucé tras llevarme las maldiciones de decenas de personas tras de mí.
De súbito, frente a mí, más intenso que nunca, esa esencia invadió mi nariz, con fuerza abrumadora, lo había conseguido, el sabor de la victoria en mi paladar, el aroma del triunfo me inundaba, era ella, con su fragante presencia. No me resistí a tocarla, le tomé lo que creía que era el brazo, suave, pero firme lo sentía. Balbuceé incoherencias sobre cuanto había buscado y añorado conocer a la dueña de aquella fragancia, mis ojos, nublados y fríos se posaron en la nada con dirección al rostro de quien despedía ese maravillosos olor. Le supliqué que me perdonara y que me diera su nombre. Ojalá hubiera enmudecido en aquel instante. Su respuesta mató mi ilusión, no lo que dijo, sino quién lo dijo, como la sierra hace caer al árbol, y cuanto más alto más fuerte. ¡Oh Icaro!
- Me llamo Paloma – sentenció al fin, con una voz grave y varonil, aunque con un acento cantarín y afeminado.

domingo, 17 de agosto de 2008

El dilema del Erizo


¿Porqué, si se que nos hacemos tanto daño, seguimos juntos? Es ilógico e imperdonable. Ya han sido muchas heridas e insultos los que nos hemos soportado mutuamente, pero ambos entendemos que, pese a todo, somos uno para el otro. Ella con sus ojos de gato y su personalidad arisca y megalómana, y yo con mis ojos pequeños y tristes y mi personalidad amable, humilde, rastrera. Nos encontramos como quien se encuentra la última moneda que le hacía falta para pagar el boleto para el tren rumbo al resto de su vida. No tiene sentido, nada lo tiene, eso es lo bello, eso es lo hermoso.
A pesar de que sabemos que nuestras ideas y personalidades chocan a menudo no estamos dispuestos a abandonarnos. Algunos ingenuos lo llaman amor, y otros, estupidez. A mi me agrada llamarlo embriaguez. Creo que ello lo define mejor. Ella está envenenada de mí y yo tengo su ponzoña recorriéndome las venas con una libertad que le he otorgado. No existe cura y si la hay no la beberíamos. No es que nos agraden las discusiones o los maltratos, pero, por lo menos en mi caso, no soportaría saber que un día ya no podré besarla por las mañanas, o que no la veré más en e la cocina preparando la cena y poder sorprenderla con una nalgada mientras agrega sal al guiso. Ahora ella se encuentra en el balcón, donde sale a fumar cuando se enoja con migo y yo escribo con un ardor en la cara, resultado de una bofetada que seguramente merezco. Nos espinamos cada vez más, mientras más nos acerquemos más daño nos provocamos, y el perjuicio nos une al lamer las heridas, uno del otro.
Me duelen sus lágrimas, y más cuando el culpable soy yo. Odio su llanto tanto como su orgullosa actitud de no dejarse consolar. Prefiere el frío de la cornisa y el sabor del humo, que el calor de mi abraso y el sabor del beso que ardo por darle. Pero, ¿quien quiere el consuelo del verdugo? Nunca es a propósito. Casi se acaba el whisky de mi vaso.
Miriam vuelve pero no me dirige la vista. Me levantaré y la abrazaré, le diré al oído que todo estará bien, y si intenta zafarse, la abrazaré más fuerte. Aunque tal vez nos espinemos otra vez.

martes, 12 de agosto de 2008

Apenas leas esto, sabrás que ya no existo...


Apenas leas esto, sabrás que me he ido, tal vez para siempre, no se decir. Tú sabes cuanto lo intenté, lo intenté infinito, pero no fue suficiente. Dios también descansa, sábados, o domingos, ahora no importa.
Pero mi huida no ha sido planeada, todo ha sido tan repentino que apenas he tenido tiempo de garabatear esto en la invitación a la boda de tu hermana con tu lápiz labial, perdón. No me verás de nuevo, no es prudente ni posible. El tren que cogeré lleva al olvido, el mejor lugar al que puede aspirar un alma paria.
Tu felicidad es una posibilidad que deseo, pero no espero. Seguramente no seré tan difícil de olvidar, pero será una grave dificultad el que tú sonrías, siempre lo fue. Es uno de los motivos de mi partida.
Apenas leas esto, seguramente ya no existiré, espero que llores un poco por mí, procura que sean tan solo las lágrimas que merezca. Discúlpame con tu hermana por faltar a sus nupcias, él no es el indicado, todos lo sabemos, pero nadie se atreve a decírselo.
He descubierto lo que me haz negado en la vida, el poder de la imprudencia, la insana delicia de faltar a la sesión con el psiquiatra, el deshonor del insulto al embajador, la tentación de apretar la nalga de la cuñada, el gozo de la elegante impuntualidad a la reunión laboral. Y solo ahora he de llevar a la práctica una de mis más placenteras experiencias. La ausencia absoluta. El abandono, la transparencia del ser, la vacuidad de mi sillón en la sala y mi lugar vacío en la mesa. La cama demasiado grande por las noches. Hasta que encuentres cómo llenarlo, o con quién.
El lápiz labial se termina, y en la estación espera el tren, con su ominoso silbato.
No te extrañaré puta.

martes, 15 de julio de 2008

El vergel a oscuras


- ¡Que diferente es el ambiente campestre del agitado existir citadino! El aire se siente pulcro, liviano, casi imperceptible en los pulmones – decía el hombre de gafas oscuras a su interlocutor, al otro lado de la mesita de té, mientras agitaba un pitillo encendido con su mano en movimientos circulares – es por eso que aquí el cigarro se siente más, ¿cómo decirlo?, espeso.

- Le hacía falta venir – apenas contestó y sus labios quedaron sellados, como si tuviera prohibido decir más palabras.

El otro se levantó de su asiento, en medio de un amplio vergel donde los sonidos de las juguetonas aves dominaban el ambiente como el de los automóviles y el ajetreo común gobiernan en las metrópolis. El viento era verdaderamente ligero, como si fuese un suspiro apenas perceptible en la atmósfera. Al avanzar su mano tocó lo que parecían ser las hojas de alguna planta cercana. Con sus manos las acarició con ternura paternal. Sonreía y sus arrugas se acentuaban en rededor de su boca como pliegues de un telón recogido mostrando el espectáculo de una insospechada felicidad.
Siguió recorriendo suavemente las hojas hasta toparse con una estructura y consistencia muy diferente a la antes sentida. Era una suavidad considerable, que se disponía en orientación circular, casi espiral, de esta formación se desprendía un tenue aroma dulce y vegetal. “Una flor”, pensó mientras disfrutaba de su elixir que se diluía en el aire y encontraba refugio en su nariz, cual serpiente en madriguera ajena. Los recuerdos mordían su memoria añeja y sentía las caricias y la piel de su otrora amada que el tiempo había borrado de su vida. Recordaba la exagerada suavidad de su piel y el fresco aroma de sus cabellos. Pero no movían en él sentimiento alguno, todo era pasado conciente para él ahora.
El viento jugando con las hojas de los árboles y arbustos le sacó de sus anteriores cavilaciones. Se irguió cual centinela y agudizó su oído para disfrutar de esa maravillosa música que era el céfiro atravesando contra la encina. Sintió cosquillas en la espalda, los dedos, los pies, las rodillas, el vientre y la entrepierna. Era puro placer. Se llevó el cigarro a la boca y aspiró de este. Sus manos se quedaron inquieras, jugando con las nervaduras de las hojas de los setos, ásperas por la cara posterior y aterciopeladas por la cara anterior. Sus arrugadas manos temblaban de una sutil euforia.

- Su té se enfría – la voz del otro hombre aún sentado se escuchó atronadora, no por su gravedad o por su potencia, sino por la sorpresa que causó, por el cómo rompió aquel juego se sensaciones en el que el otro se encontraba sumergido.

- Déjalo enfriarse – el té le parecía venido a menos ahora. En aquel jardín, tantas veces paseó con ella de la mano, ella conduciendo sus pasos por las veredas formadas entre los setos y él sonriéndole sin percibirlo. Su voz melodiosa, como arpa en días estivales, aún resonando en los tímpanos de su memoria. No pudo evitar dejar escapar una sonrisa, como las que le dedicaba a ella y que ahora le pertenecían al recuerdo.

Apenas dicho lo anterior lo asaltó un arrepentimiento agudo, caminó con paso torpe y tembloroso rumbo a su taza de té, no para beberlo, sino, porque, de alguna insana manera sintió que tal vez su taza se sentiría ofendida si la dejaba sola. Así que se encaminó a ella como pudo, con sus torpes movimientos, aún plagados de un romanticismo intrínseco. Pero al dirigirse hacia allá chocó con la mesita y calló estrepitosamente al suelo y sus gafas salieron cual ave que apenas está aprendiendo el arte del vuelo. El otro se acercó a ayudarle.

- Debe tener más cuidado, Don Esteban, cuando camine por ahí, llévese su bastón para que no choque.

- Lo tendré en cuenta la próxima – mencionó el anciano con una sonrisa carismática, dirigiendo su apagada vista a donde creía que estaba el rostro de su compañero. Sus ojos estaban totalmente empañados de una blancura maligna que le impedía la visión. Pero nadie sentía mejor que él – pero por ahora, ¿serías tan amable de traerme mis gafas, Lizandro? imagino que volaron en esa dirección.

- Claro tío.

lunes, 7 de julio de 2008

Nine Inch Nails - And All That Could Have Been

Please
Take this
And run far away
Far away from me
...

martes, 17 de junio de 2008

Un invierno es un infierno

Quería flores hoy, quería también un año nuevo chino, me apetecía un beso sobre la colina o la melodía de las aves en celo. Quería primavera en mí, pero olvide que es invierno. Olvidé que hace frío y las praderas se blanquean, olvidé que en esta época el corazón se congela, no palpita, se vuelve piedra. Y quise calentarme con tu cuerpo, quise recordar tu fresco aroma y danzar con tu piel, esa piel donde siempre es primavera. Pero recordé que para mí siempre es invierno. Que el licor se sirve frío, que para ti no hay noches largas y mi tabaco se consume en la chimenea.
No recuerdo cual era tu estrella, la mía yace oculta en la nieve, pero si se cuando podré encontrarte, nos veremos en el próximo equinoccio, si la esperanza antes no muere. Espérame en el balcón, quema un par de conclusiones y aspira las confusiones. Ojala me recuerdes y si me olvidas, que sea en el hielo.

jueves, 12 de junio de 2008

Escolopendra sin mi zapato

Estaba seguro de que era un animal enorme el que se había metido entre las sábanas. Salté tan pronto como pude, cual conejo asustado, pero al hacerlo tropecé con las sábanas y caí aparatosamente. Mi cuerpo aún estaba inundado por la adrenalina del susto anterior, así que no sentí el dolor cuando me levanté. Salía sangre de mi nariz pero no me importó. Junto con las sábanas que arrastré con migo al caer había algo, largo y de color escarlata. Se movía rápido con sus veintiún pares de patas. Tomó rumbo hacia mis pies, reptando con la velocidad de una retorcida flecha, medía casi treinta centímetros – ¡lo juro por Dios! – y era condenadamente feo. Apenas salté a un lado para evadirlo, él se siguió derecho y se escondió bajo mi mueble tocador. Mi corazón aún estaba agitado. Encendí las luces, y me asomé lentamente.
¡Ya no había nada ahí! No pude conciliar el sueño el resto de la noche, subido a mi cama desprovista de sábanas. Sosteniendo un zapato, la mejor arma que yo conocía contra las escolopendras.

viernes, 6 de junio de 2008

Trampas crepusculares en Otoño


- ¡Raúl! ¿Eres tú? – escuché a mis espaldas mientras caminaba por la deshabitada banqueta cercana a casa. - ¡Raúl! Estoy hablándote – insistía la ronca, aunque femenina voz (había algo de sensual en aquel timbre tan peculiar) pero no giré, supuse que no me hablaba a mí, después de todo, no me llamo Raúl, pero entonces sentí una delgada, aunque firme mano en mi brazo que me jalaba hacia atrás, acompañada de un gesto de reclamo de esa mujer - ¿por qué no me contestas malcriado? – me reclamó medio enojada, medio en broma, y la vi entonces, su pelirrojo cabello corto, sus ojos amielados, su tez blanca, aquella boca de delgados labios que parecían incitar a la poesía. Era una mujer hermosa, su blusa café y su falda de manta solo le otorgaban un encanto aún más potente, un toque otoñal.
- ¡Ah!, perdóname, es que estaba muy distraído, hola, ¿cómo estas? – intenté no mencionar alguna frase en la que estuviera obligado en llamarla por su nombre, puesto que no sabía cual era.
- Increíble, Raúl, no te había visto en, ¿Cuánto? ¿Tres, cuatro años?
- Sí, ha pasado mucho tiempo – fingí saber de lo que hablaba, no era un problema para mí, había pertenecido al taller de teatro en el bachillerato.
- ¿A que te dedicas ahora, eh? – ella mostraba una curiosidad casi juguetona y lanzaba miradas bastante confusas, pero en esos ojos de ámbar todo parecía tan inofensivo…
- Soy profesor de matemáticas en una secundaria
-¿En serio? ¿Y que pasó con aquel Raúl tonto que no podía ni sacar la suma de tres más cuatro? – me sentí un idiota, apenas y podía creerme lo que pasaba. Debía pensar en algo pronto para zafarme de esta.
- Las personas cambian – solo eso atiné a decir después de balbucear un momento.
- Dímelo a mí, ¿Me creerías que ya no he bebido ni fumado en meses? – intente una cara de asombro, creo que me salió bien, ni muy exagerada ni muy indiferente – si, ¡yo, la nena fiestera borracha y chimenea de vocación ha dejados sus vicios! – mencionaba esto con una fingida solemnidad como en burla del constructo de la dignidad.
- ¿Y tu, que has hecho de tu vida? – tuve que contraatacar o de otro modo no tendría ningún arma, y la mejor arma con la que podía contar es la información, cualquier cosa que dijera sería relevante.
- bueno… ¿Recuerdas a José Luís? – Asentí falsamente con un movimiento de cabeza – pues lo dejé y luego todo pareció ir mejor, ahora trabajo en un despacho contable por el centro, ¿cómo ves?
- Magnífico, que bueno que te va bien, pero… - no sé por qué pregunté esto, tal vez creí que me serviría de hilo para saber más de ella - ¿Por qué terminaron José Luís y tú?
- ¡Ay! Raúl, ¿no te imaginas? – su mirada parecía invitar a la travesura – él se enteró de lo nuestro – eso me desconcertó por un instante, pero no tanto como lo que dijo después – y más, se dio cuenta de que no te pude olvidar así que se puso insoportable y lo mandé a besarle el culo a Satán.
El tal Raúl y esta belleza de mujer tuvieron algo que ver, algo fuerte, y ella ahora me confundía a mi con aquel tipo, de forma tal que luego de rato de charlar con migo no se había dado cuenta de que el tal Raúl no era yo. Estaba ciega de amor. Ello me convenía, tenía una importante ventaja, o eso creía. Solamente debía hallar un gancho, algo de donde agarrarme, pero no se me ocurría nada.
- Te sorprende ¿no es cierto? – Preguntó al fin ella – yo no supe cómo decírtelo en aquellos días y no puedo evitar pensar que si te lo hubiera dicho tal vez tu, no… - pausó, era un silencio que debía ser llenado tal vez por mis palabras, pero no lo hice, dejé que lo hiciera ella, yo no estaba seguro de qué decir – no te hubieras ido.
- Tal vez – fingí una dignidad que no tenía.
- Por favor, no me hagas sentir más mal – no lloraba, de hecho su timbre y expresiones estaban muy lejos de rozar al llanto, era, en cambio, una extraña serenidad opresiva, un sentimiento que se me antojó seco, yermo y al mismo tiempo lleno de ocultos colores.
- Discúlpame – proferí, la falsa dignidad se me daba tan bien que me daba miedo – ¿fue eso entonces?
- Si.
- ¿Qué piensas hacer ahora? – esa pregunta me interesaba más que cualquier otra, pero no obtuve palabra alguna como respuesta, en cambio ella se acercó bruscamente a mí y bajó con sus delgadas manos mi cabeza hacia su cara hasta plantarme un beso al que, naturalmente, no me resistí.
- ¿Vives cerca? – Preguntó ella luego de acabado el momento del beso, a lo cual respondí con la verdad, es decir, afirmando – Llévame.
No lo dudé ni por un instante. Caminamos prensados del brazo por las solitarias calles de esa extraña tarde otoñal. El ambiente parecía barnizado con el oro que el inicio del crepúsculo derramaba sobre esta porción del mundo. Había unas cuantas personas por aquella calle, pero ninguna de suficiente relevancia como para recordarla ahora. Entramos a casa, siempre he sido muy pulcro, pero esta ocasión dejé un par de trapos tirados por la casa, aunque no hacían demasiado bulto. Ella seguía relatándome escenas de su vida, lo cual me agradaba, y ya no tanto por el hecho de saber más sobre ella y tener cómo controlarla, sino porque su vida comenzó a parecerme, insospechadamente, interesante. Esto no era común en mí, es más, la atención que yo prestaba a las conversaciones que me hacían otras mujeres era prácticamente nula, pero el tono y timbre de ella eran indescriptiblemente encantadores.
Al avanzar por la sala ella me lanzó repentinamente al sofá más grande y se colocó sobre mí. De algún modo que aún no puedo explicar su falda parecía provocar una extraña magia a su encanto natural. Pero pronto importó poco. Ambos nos encontramos desnudos varios minutos después, cuando nuestras caras y cuellos estaban recubiertos de nuestras mutuas salivas y nuestras manos se cansaron de palpar la tela que cubría nuestra piel.
El sexo fue magnífico, por mucho el mejor que he tenido con mujer alguna, había algo especial en ella. No sabía que era, pero era realmente maravilloso. El modo tan versátil en que sus caderas se acomodaban a mis movimientos, su insaciable boca que no paraba de besar cuanto rincón de mi piel hallaba, el perfume de su piel, embriagante, dulce, erótico, la magnífica habilidad que tenía para felarme. No se qué podría ser, pero ella lo hacía ver todo magnífico en aquellos momentos. Me dejó exhausto como no lo había estado en mucho tiempo. Y con una sensación de satisfacción inigualable e indescriptible.
Tal vez fue eso, tal vez fue una naciente sensación de culpa, quizá en mi estado de despreocupación y embriaguez de los placeres sexuales lo hice, o fue solo producto de una estupidez desprovista de razón o justificación, pero mientras, aún en el sofá me encontraba acostado con ella a lo largo de este, le confesé mi verdad.
- No soy Raúl, perdóname, creo que te confundiste de persona, no te conozco y no se quién rayos sea ese Raúl, pero debe ser el hombre más afortunado del mundo por tener tu cariño – y yo realmente no esperaba lo que vino después, me imaginaba un enojo e indignación extraordinarios, estaba preparado para ello, y a pesar de que lo que dije fue del todo sincero, sabía que ella no lo vería así, pero de hecho su reacción fue mucho más desconcertante de lo que yo hubiera creído o querido.
- Yo tampoco conozco a ningún Raúl, ni a ti, pero me pareció un buen nombre para alguien con tu cara – esto era del todo inconcebible, ella me tendió la peor de las trampas y en lugar de enojarme estaba agradecido con ella – Me llamo Rebecca, por cierto – y me abrazó.

lunes, 26 de mayo de 2008

Metamorfosis en rojo y blanco



- Muérdeme – murmuraba ella mientras era acariciada por el joven de cabello castaño. Así su orden fue ejecutada y el muchacho hundió sus dientes en la tierna piel de aquella mujer, que a pesar de estar ya cercana a los cuarenta ostentaba una piel juvenil. Esa mordedura se marcó en su cuello, ella gimió embelesada por un placer dolorido.
- ¿Así? – preguntó el joven luego de ejecutar esa orden - ¿lo hice bien – insistió con curiosidad hablando inseguramente, como es propio del muchacho que está a punto de perder aquella tan estorbosa virginidad (ya que para los varones esta cualidad no es más que un estorbo) frente a una maestra.
- Más fuerte – deliró ella en un estado de semi-conciencia excitada – que haya sangre. Esta vez él mordió en el hombro, cada vez más fuerte, cada vez más profundo, hasta que pronto sintió algo que antes no había. Separó sus labios de esa carne, pero ahora sus labios estaban manchados. La sangre escurría por aquella piel tan bien conservada. El adolescente estaba inseguro.
No era demasiada, solo unas gotas, pero eran tan rojas que producían un espanto inexplicable en aquel muchacho. Con los ojos bien abiertos veía aquella herida que él había provocado y pronto su vista se dirigió al rostro de aquella mujer. Con los ojos cerrados fuertemente y los labios apretados parecía intentar resistir el dolor. Pero explotó en un grito, una nueva orden, tan desconcertante que desfasó a la anterior.
- ¡Rápido, penétrame! – el muchacho, desnudo desde antes de morderla, no pudo más que obedecerla en el acto, la tiró al colchón y su erección (que había perdido momentáneamente firmeza por el miedo que antaño había experimentado tras la mordida) pronto recobró fuerza. “¡Rápido, rápido, rápido!” gimoteaba ella. Y su deseo pronto se cumplió. El joven la penetró despacio, como midiendo la profundidad. Pero esto cambió cuando con sus piernas y caderas, además de su voz, ya casi en susurros, la mujer le pedía más velocidad.
Mientras esto se llevaba a cabo, la mujer tomaba sangre de la llaga y la embardunaba por su vientre y ombligo, jugueteaba, como podía, con sus pezones y el carmín de restante en sus dedos. Él chico, mientras tanto, la embestía tan rápidamente que ya no sabía cuando detenerse. Aún así ella lo hacía lamer sus pechos, cubiertos con aquel fluido rojo. Ella arañaba la espalda de chico ajironando su espalda en el acto. Poco después él estaba listo para la eyaculación, ella se liberó, y se acomodó en una posición tal que denotaba su deseo de recibir ese semen en su vientre, donde fue arrojada la esperma. Esta se mezclaba con la sangre. La combinación fue recogida por ella con uno de sus largos dedos y luego transportada a su boca tan insaciable. Lamió aquellos sabores, aquellos colores, aquellos fluidos y gimió de placer y gusto. De modo innominable el orgasmo fue alcanzado por esa mujer.
- ¿Qué edad dijiste? – preguntó aquella hembra aún con sangre y semen en su cuerpo.
- Catorce, quince en enero – respondió el casi infante.
- Te congratulo – farfulló al final antes de caer sobre su espalda fulminada por el regocijo y satisfacción.

lunes, 19 de mayo de 2008

De noche frente a la botella

- Es demasiado ¿no crees? – decía rascándose la nuca con aire pensativo.
- Si, creo que es demasiado también, deberías beber menos, deberías bajarle – le respondió ella con ademanes de preocupación, pero no demasiados, estaba algo ebria también.
- Muy bien – dijo entonces él dirigiéndole esa mirada tenebrosa y confundida, por el efecto del alcohol, a ella – eso quiere decir dos cosas, escucha bien, solo dos cosas: la primera, que tengo razón, tengo toda la maldita razón. Y la segunda, que me importa un bledo y seguiré bebiendo…
Las risas mutuas se oyeron solo unos breves instantes antes de caer presas del sopor alcohólico.

viernes, 2 de mayo de 2008

Callejones que no quieren tener salida



¿Quién crees que soy? ¿Piensas que soy digno de tus humillaciones, que merezco lo que me haces todo el tiempo? Es que tu crees que si. Crees que verdaderamente no siento y que puedes derramar sobre mi todo ese rencor que les tienes a otros. Siempre has creído que soy una especie de esponja absorbe errores, que me conformo con ese pequeño pedazo de ti que me ofreces, aún cuando sea el peor. Y ellos pueden quedarse con el merengue de ese lindo pastel.
¿Recuerdas cuando paseábamos por aquella calle y nos sorprendió esa lluvia tan fuerte en medio de la noche? En esa ocasión llorabas amargamente, y fui yo quien te ofreció su hombro para secar tus lágrimas y las gotas de esa sorpresiva lluvia. Y así lo hiciste, al menos unos pocos momento, hasta que decidiste que era mejor idea desvestirnos en mi departamento. No quise decir que no. No sabía como decirte que no. La luz de la lámpara se esfumó en cuanto toqué el switch, por aquello de que te avergonzaba tu propia desnudez. No me preocupaba, solo con tocarte me era suficiente. Tu piel era demasiado suave como para soportarlo, era inevitable el tocarte, no pude ver tu ombligo, pero lo imaginaba tan moreno como tu misma. ¿Acaso recuerdas lo que se escuchaba al fondo? Yo si, los coches por la ventana, dos pisos abajo, el sonido de la lluvia ya aminorada y lo que parecía ser una serenata a una vecina tan solo a una esquina de distancia, por aquellos callejones que, como yo, no quieren tener salida.
¿Puedes recordar lo que sucedió luego? Yo si, me hablaste de él, de lo mucho que lo amabas, pero al mismo tiempo y en igual medida lo odiabas. Cuando me di cuenta estabas llorando histéricamente, gritándome por nimiedades que no me incumbían. Aún así te tranquilizaba, o eso creía. Sabía que sentías culpa por haber estado con migo amándolo a él. Que más daba.
Yo solo quería estar ahí para ti, para levantarte cada vez que tropezaras, para darte ambas manos cuando necesitaras solo una, para sostenerte la cabeza y recogerte el pelo cuando el mundo te provocara nauseas y vomitaras de repulsión. Solías hacerlo, parecía que tenías una técnica para ello. Una táctica que incluía hacerlo cerca de mí.
Y es que en verdad creías que yo merecía lo que me dabas, como si no importara, como si no fuera nadie, solo carne, solo un bordón, un bastón rentado o un sustituto de servilleta. Se que realmente no he sido tan útil ni siquiera en ello, pero he intentado serlo, ¿sabes?
Ahora, luego de regresar con aquel imbécil y que de nuevo te ha tratado como basura vienes aquí, me pides consuelo, me pides de nuevo mi hombro, mis pañuelos, mi tiempo, mi cama, y esperas que te lo otorgue con la misma facilidad. ¿Qué te haz creído que soy? ¿Tu de que vas? ¿Crees, verdaderamente, que puedes venir y yo simplemente me ofreceré a cuidarte, a consolarte? ¿En verdad piensas que puedes humillarme así sin tomar en cuenta mi dignidad? ¿Sabes qué? Si piensas eso, aunque no me guste, aunque sea miserable, patético y humillante, tienes toda la maldita razón.
Soy eso, soy cualquier cosa que quieras de mí, una caricatura de mi mismo, un amigo de esos que puedes molestar a cualquier hora de la madrugada, como farmacia de descuentos, un amante de felpa, un confidente con honor para guardar secretos, confesionario samurai, un comediante para hacerte sonreír en la adversidad, como humorista estadounidense en la guerra de Vietnam, el único que podía arrancarte risas luego del llanto, soy el que se conforma con los pocos momentos que dedicas, no en mi, sino para ti conmigo. Soy también el saco para golpear, el lugar donde descargas tu ira contenida. Es simplemente que esas migajas que de ti obtengo son la única razón por la que sobrevivo y me conformo solo con verte.
Ven de una buena vez, terminemos con esto, dispárame si te hace sentir mejor, insultame cuando lo creas nescesario, ¡abrázame!

jueves, 24 de abril de 2008

Voluntades moribundas a media luz


- Me gusta cuando haces eso – decía mientras la contemplaba desde la puerta del cuarto. Ella no se había dado cuenta de que había alguien hasta que él habló. ¿Cuánto llevaba ahí? ¿Qué tanto había logrado ver?
- Eres un grosero – gimió después ella terminando de acomodarse las medias - ¿no sabes que se toca antes de entrar en una casa ajena?
- Tengo llaves, lo sabes – su sonrisa era casi malvada.
- Llaves que tienes que regresarme – su voz se volvía firme, irascible, se levantó de la cama, una falda gris tres dedos sobre la rodilla, las medias impecables, pareciera que no, pero a los ojos de él hacía resaltar la belleza de su cuerpo. Mientras seguía en la contemplación de aquellas curvas resaltadas por lo ajustado traje de oficina ella parecía acomodar su expresión para aparentar indignación y molestia, eso es lo que quería que él percibiera, pero la verdad era otra. Ella no quería que le devolviera ninguna llave, ella quería seguirlo viendo, ella era una estúpida enamorada y el solo necesitaba un rato de su cuerpo. - ¿Quieres darme las llaves de una maldita vez?
- No quiero, a menos que me des un beso – no dejaba de mirarle el escote y la curvatura exacta de sus firmes muslos tras la tela de la falda recta.
- Ya te he dado demasiados – protestó como quien regaña a un niño de preescolar que ha comido desmedidos dulces – y cada uno más hiriente que el anterior.
- ¿Y si prometo quitarme las navajas de los labios? – Su cinismo juguetón era cada vez más insoportable por ella – así no te dañaré.
- ¿Que piensas que soy, Héctor? ¿Carne para cada ocasión en que tengas hambre? No soy eso, no puedes venir y pedirme sexo cuando se le antoje a tu pene
- no te pido sexo, solo un beso, nada más que un beso – no dejaba de sonreír, no quitaba la mirada de su escote - ¿eso es mucho pedir?
- No es solo un beso, y lo sabes, una vez que te toque…- se detuvo, respiró hondo, se tapó la boca, sonrío, se reía de su poca fuerza, de lo débil que era y de que sabía que era débil, sus ojos se enrojecieron y una lágrima surgió de cada uno – una vez que te bese, no me detendré, sabes eso, yo lo se, no te aproveches de mi, no seas cruel.
- Solo quiero besarte, solo eso, te prometo que después te daré la llave y no volveré aquí – nunca se percató de las lágrimas de Lidia, él no paraba de mirar la parcial redondez de sus senos que resaltaba del escote, atrapados entre una blusa blanca debajo del saco gris, seguía sonriendo.
Se acercó cautelosamente a ella, despacio, como quien, condenado a la silla eléctrica, camina esposado de pies y manos, ella no se alejó, no tenía fuerzas para hacerlo, las había gastado todas en pedirle a Héctor que se fuera. Pronto ya no tenía fuerza de voluntad, y se dejó besar, despacio y luego con una furia animal. Cinco minutos y los dos se encontraban desnudos en la cama, ella aún llevaba las medias puestas, pero estaban rasgadas, él solo usaba el collar con las placas del ejército que tintineaban constantemente en los movimientos ondulantes que hacía. Suspiros, sudor, gemidos, piel caliente, ella alcanzó el orgasmo mucho antes que él, y lo hizo de nuevo poco después de él. No se movieron de esa posición, no dijeron nada el uno al otro, simplemente se quedaron ahí, inmóviles. La luz del sol se volvía de un tono amielado al atravesar las gruesas cortinas cafés. La madera del mueble tocador y del armario parecía haber intensificado su aroma a pino. Lidia se estaba quedando dormida, lo amaba más de lo que su voluntad podía ser capaz de controlar. Se sentía muy bien extraordinariamente cómoda, abrazada al cuerpo de ese tipo.
- Te dije que no sería solo un beso – dijo ella con una voz exhausta. Se sentía arrepentida, pero complacida, sabía que no había hecho lo correcto, sabía que se había equivocado, pero pronto ya no importó. Lo último que escuchó de él fue una leve risita a modo de respuesta a lo que Lidia había dicho.
Al despertar algunas horas después Héctor ya no estaba, las sábanas aún tenían el aroma de su humedad, de la de ambos, pero a ella no le importaba la suya. No intentó buscarlo, sabía que era inútil. Él se había ido, pero sabía que volvería, siempre lo hacía, tenía llaves. Se acercó al mueble tocador para verse en el espejo, sus rizos revueltos, sus mejillas chapeadas, sus ojos tan verdes como siempre. Y mientras, todavía desnuda, se peinaba mirándose al espejo, pronto dejó de hacerlo, de súbito la certeza de que él ya no vendría se hizo presente, obtuvo su meta, y ahora se había ido, para siempre quizá y no pudo evitar llorar. Las llaves de Héctor estaban en el tocador junto a una nota hecha con lápiz delineador sobre una servilleta: “tal como lo prometí, esta fue la última vez”.

martes, 22 de abril de 2008

El arte de cerrar los ojos







Hay veces, cuando cierro los ojos, que puedo verte. Me llamas desde el balcón de una torre que parece descollar en innominables alturas. Me sonríes con esa dulzura que solo tú puedes presumir, tus labios finos y claros, tus ojos negros, profundos, me pierdo en ellos, tu cuello enhiesto y altivo como la sublime torre desde la cual me llamas, tus oscuros cabellos cayendo como brisa sobre tus hombros. Si, te puedo ver. Magnífica, gobernando ese mágico conglomerado de ducados de oníricas fantasías, tan tirana, tan duquesa, tan emperatriz, tan dictadora, tan princesa. Ni las aves pueden volar tan alto como para acercarse a la sima de la estructura desde la cual me convocas, con excepción de las águilas, arrastrándose por tus territorios, transportando tus deseos para hacerlos cumplir cual omnipotente deidad.
Tan solo basta cerrar los ojos y encontrarte ahí, hilando destinos, moviendo constelaciones, pastoreando estrellas, dirigiendo el tiempo al compás de tu batuta, ordenándole al viento que me arrastre hasta ti, a la luna que haga claro mi camino, al cielo que no me trague vivo, y a la tierra que se aleje de mí. Debo admitirlo, cierro los ojos muy seguido, es mi hábito, mi obsesión, mi adicción.
Amo esos ojos tan abismales en los que puedo sumergirme miles y miles de leguas. El color de tu piel iluminada por la perpetua luna llena que brilla sobre tu torre. El modo en que tus cabellos de ébano caen amorosamente sobre tus hombros. Tus sonrisas, tan finas, tan bellas, tan tuyas.
Y al abrir los ojos, sigues aquí, acostada del otro lado del colchón, boca arriba, con un camisón transparente –puedo ver tus pezones- y sigues bella, pero al natural, sin magia, tan real, tan sin chiste. Tu respiración profunda, tu aroma a canela, tus delgados labios, tu ombligo descubierto ondulante al ritmo de tus suspiros.
¡Suficiente! Cerraré los ojos ahora mismo.

lunes, 21 de abril de 2008

Recuerdos neurales


Mientras una célula en mi cerebro prueba un poco de excitación yo tan solo me complazco en un acto de masturbación. Ella me contempla desde el otro lado de la habitación, me sonríe dulcemente. Una camisa blanca cubre su cuerpo, corrijo, solo mi camisa blanca la cubre. Sus delicados pezones saltan a la vista bajo la evanescente tela. Viene hacia mí, sube a mi lado del colchón y saborea mis jugos genitales, dulce felación. El ritmo es hipnótico y constante.
Las neuronas trabajan con un desenvolvimiento casi cósmico cuando retiro botón por botón esa única prenda. Blanca como mielina, cae al suelo y quedan descubiertos sus casi puntiagudos pechos, de un tamaño moderado, nada despreciable, apetecible. El sabor de esa piel impregna mi paladar. Mis células con media carga genética parecen ser llamadas por un anhelante útero. Respondo al clamor y penetro en su cuerpo. Me recibe sonriente. Ojos cerrados, y labios entreabiertos. Su lengua jugueteando ocasionalmente entre mis dientes. La muerdo despacio, no quiero hacerla sangrar. Las bases neurofisiológicas del orgasmo parecen ser olvidadas cuando este se presenta tan impetuoso, tan intempestivo, tan deseado, codiciado, anhelado, saboreado, sufrido, dolido, cantado, amado, despertado, terminado y otros igualmente inútiles participios mal utilizados para describir ese inexplicable momento. Sigue sonriendo después. Y me mira y le creo, esos ojos de acerina, a veces gris, a veces negra, a veces nada. Caemos, nos recostamos, le creo, me miente, lo se, le creo, me besa, suspiro, actividad electro-química, sonrío, ella con migo, duermo, ella vigila mi sueño, me cree, yo ya no me creo.