sábado, 21 de noviembre de 2009

Durante la tormenta

La lluvia disimulaba su llanto, y los truenos sus sollozos, no me doy cuenta de su sufrimiento hasta que eyaculo sobre su pecho.
Tengo miedo de ser la razón de su pena…

jueves, 10 de septiembre de 2009

Animales enjaulados (Entre paréntesis)

Me mostraste una parte de ti, levantaste tu blusa hasta que tu ombligo (centro de mi universo) apareció bajo la mortecina luz de una lámpara de buró. Elevé mis dedos, tuve la intención de posarlos en aquel óvalo de piel rizada en tu vientre pero diste un paso hacia atrás, “aún no”, tu voz se sentía lastimera, me hirió (tan profundamente que no fue evidente).
Bajaste tu falda hasta que esta cayó indefensa al suelo, allá donde el demonio se deleitaría retozando su satánica lengua en tu prenda caída que aún conserva tu aroma (envidias diabólicas). Y yo simplemente en pié frente a ti, como el eterno centinela de Rodas, apunto de derrumbarse de deseo, de ansiedad, de locura, de ti, víctima de tu mirada dolorida, cual cervatillo huérfano frente al despiadado cazador.
“Espera”, me indicaste una vez más y detuve mis instintos, los encadené con mi voluntad, cada vez más endeble. Me sentí un poco como Sísifo, elevando mis deseos al inalcanzable cielo por cada prenda de la que te despojabas y con una sola frase me hacías caer estrepitosa y resignadamente.
Aún en tu torso quedaba tu sostén, y en tus caderas la nívea pantaletas, y mi frente sudaba agua ardiente. Uno a uno fui desabotonando mi camisa con la lentitud del gasterópodo. Y dejaste caer la cubierta de tus redondos, pequeños y bien formados pechos, debí usar la voluntad de mil hombres para quedarme en mi lugar. La redondez exacta, y el color apropiado de tu aureola, la Venus de mis delirios se presentaba ante mí, y no pude más que admirarla, y adorarla, quise caer de rodillas a tus pies y apretujar mi rostro contra tu vientre pero conocí tu respuesta incluso antes de que la dieras.
Finalmente te despojaste de la prisión de tus caderas. Frente a mí una visión de beldad se mostró cual epifanía celestial, el sudor de mi frente ardió y mis manos temblaron de incontenible emoción, no fui dueño de mi cuerpo por algunos instantes y quedé paralizado frente a tu hermosura, frente a tu total desnudez. “Estoy lista”, me susurraste (sonó como un lánguido murmullo), pero yo no estuve listo en ese instante y una maléfica idea tomó forma en mi mente.
“Aún no, espera”, te dije con malicia mientras despacio terminaba de desabotonar mi camisa, y aún faltaba la camiseta, el pantalón, el cinturón, la ropa interior, los zapatos, los calcetines y una dolorosa espera para ti, que seguías descubierta y vulnerable (cervatillo) ante mí (lobo).

lunes, 31 de agosto de 2009

Promesas inquebrantables

Su mano se encuentra inerte y fría, es ceda en un frigorífico. Pero cuando él la sostiene pierde ese frío y vuelve en retrospectiva casi dolorosa a aquellos momentos felices donde acariciaban mutuamente sus pieles, calientes y sudadas, restregados en paroxismo dérmico.
Ese olor, el olor que las cosas tienen en un hospital, lo odia tanto. Le sostiene la mano pero ella no responde, sus ojos siguen cerrados, como lo han estado por semanas, sus labios mates son el reflejo de la belleza en decadencia, una obra de arte pudriéndose en las profundidades de un oscuro armario. La barba de él ha crecido, hay ojeras nuevas bajo sus ojos cafés y perdió casi cuatro kilogramos, es la sombra de si mismo, la miseria con piernas enflaquecidas.
— ¿Te invito una copa? —murmura para sí mismo aún sosteniendo esa mano inmóvil. Su voz es un hilo exangüe.
—No, si quieres mi número telefónico, te costará dos tragos —desde sus recuerdos ella le contesta, su sonrisa, esos blancos dientes, ese lápiz labial, y sus palabras se disuelven en el humo de su cigarrillo y la música de aquel antro en donde descubriera aquella figura por vez primera.
—Estoy dispuesto a pagar el precio —una mutua sonrisa. Ella, al final, le da su número equivocado.
Y después de esos dos tragos rememorados, él vuelve al blanco cuarto de hospital (se ha dado cuenta de cuánto odia ese color), vuelve al frío de aquella mano, a ese mutismo angustioso y mortal. Aún en esa cama con ásperas sábanas, sigue ella, con sus deslucidos ojos cerrados y los labios opacos (¡Oh, aquella sonrisa, Oh, aquellos dientes!) y él no suelta su mano palidecida. Le sudan las palmas y debe limpiárselas de vez en cuando en su propia ropa para volver a sostener la de ella.
—Es su corazón —había dicho el doctor.
Las esperanzas son pocas, desde que todo esto comenzara, nunca conservaron demasiadas. No era como antes, no más, cuando la juventud los bendecía con virtudes ahora añejas. Las llamadas nunca entraron después de aquella noche en el antro. Pero un día cualquiera a una hora inapropiada ellos se encontraron casualmente en el metro.
—No contestas mis llamadas —casi jugando, casi reprochando.
—No puedo contestar tus llamadas si no llamas al teléfono correcto —casi jugando, casi confesando (y esa sonrisa, esa era La Sonrisa).
Repentinamente, en aquel breve viaje en el tren subterráneo, surgió magia, ¿cómo más describirla? Esa combinación de sentimiento, necesidad, simpatía y química que resultan casi en alquimia determinista. Esas llamadas de madrugada que suturan almas rotas; aquellos consejos que nunca se piden pero que tanta falta hacen; las miradas que confirman, que hablan, que discrepan y debaten; esos cumplidos indecentes antes de despedirse; maratones de besos; las bromas privadas que condimentan las horas vacías; numerosas batallas cuyos tratados de paz se firmaron entre las sábanas; la visita a la tumba de los suegros; reglas de convivencia que ambos rompían; madrugadas de películas, palomitas y confesiones; palmadas, pellizcos, susurros, caricias, imprecaciones, sudores, lengüetazos, besos… historia, esa era su historia, su vida, las mejores y peores etapas de sus vidas las vivieron el uno con el otro.
Y esa mano continúa frígida entre los sudorosos dedos de él.
—No quiero separarme de ti —le confesó ella alguna vez, mientras apagaba un cigarrillo en el cenicero, justo antes de darle ese beso que rompió el record.
—No me perderás —le responde él frente a esa cama blanca y con la atmósfera anegada en el despreciable olor a hospital, al tiempo que apretuja sus dedos contra los de la mano inerte de ella, es un lactante sosteniendo el pulgar de su madre —siempre estaré contigo, lo prometo.
Por primera ocasión en tres días seguidos, abandona el nosocomio y se va a su casa (la de ambos). Bebe una copa de vino (tempranillo), redacta una carta en su computadora personal, hace la revisión final de los documentos, abotona su camisa, saca la basura, alimenta al gato, apaga el gas, limpia la casa, carga el arma y dispara en su sien.
Despierta, pero se siente cansada (deben ser los medicamentos), hay una cicatriz nueva en su pecho, la operación fue exitosa, pero no lo ve a él. Tiene una extraña sensación de humedad en su mano, sus dedos están fríos y de algún modo, que no es capaz de explicar, no se siente sola.

jueves, 18 de junio de 2009

Espinas en la garganta




Leí sus labios, con esa forma de decirlo tan áspera que tiene, mi nombre surgió de estos, creí que le lastimó decirlo, sentí como si su garganta fuese a salir dañada por sus palabras. Sílaba tras sílaba, mi nombre se le escapó dos veces más, lastimando su paladar. El andador parecía un hervidero, tantos cuerpos calientes de expresiones glaciales se movían de un lado a otro, chocaron contra nosotros más de una vez, pero no dejamos de vernos, yo esperé a que me dijera algo más, que me diera una razón para no abordar el tren subterráneo, ella solo se mantuvo callada, ocultando sus ojeras tras esos oscuros espejuelos. Rompí el silencio entre nosotros al preguntarle su razón para detenerme, pero de sus pálidos labios no salieron palabras. Estaba a punto de irme, esta vez si lo haría. Bajé la mirada y luego giré la vista “fue suficiente” pensé, ya harto.
“Espera”, sus palabras suenan tan ásperas, su voz es ronca y profunda para ser una jovencita, “por favor”. El altavoz anunció algo ininteligible con esa molesta voz chillona y cantarina característica y después el tren cerró sus puertas y se fue. “Sígueme” dijo. No lo hice, me quedé parado, esperando el siguiente tren. Y como papel lija su voz atentó contra mis oídos de nuevo. Mi nombre se sintió tan punzante esta vez, que lo sentí como una imprecación. Le lancé esa mirada que tanto odiaba la que parecía decir ‘no lo repetiré otra vez, a la siguiente te arrancaré la cabeza’. Selló sus labios y, aunque sus ojos estaban ocultos, detecté súplica en su mirada. Al poco rato se escuchó llegar al tren, lo abordé con mis oidos aún lastimados, ella se quedó callada, con sus manos jugueteando a la altura de su ombligo. Antes de que el metro siguiera avanzando alcancé a ver como ella, ignorando los cientos de anuncios que lo prohíben, encendía un cigarrillo.
Extrañaré su voz áspera cuando me decía que me amaba.

viernes, 15 de mayo de 2009

Buenos tiempos


— ¿Qué estás viendo? —casi indignada, casi halagada, pero muy enrojecida, tras esos gruesos lentes.
— ¿No puedo verte? —su desfachatez atravesaba agudamente la atmósfera que creaba su aromático abano en rededor suyo.
— ¿Vas a hacer eso todo el tiempo? —con sus labios aún a modo de puchero y sus manos llevadas a sus caderas que resaltaban apenas sugerentes de los pliegues de ese vestido floreado en blanco y rojo.
— ¿Hacer qué? —una sonrisa cínica y plagada de oscuras y lascivas intenciones dejaba entrever la línea casi perfecta de sus dientes, tan solo truncada por su incisivo de oro.
— Eso, responderme con preguntas.
— ¿Lo he estado haciendo?
— Desde el principio.
— Entonces ¿cómo quieres que conteste?
— Con la verdad.
— Lo intentaré, a ver, vuelve a preguntarme otra vez.
— ¿Qué estas viendo? —intentando imitar su indignación preliminar, resultó en una farsa cuasi teatral que, sin embargo, acabó siendo suficientemente convincente.
— Veo tus piernas, y más arriba, tus nalgas, y más arriba, tu cintura (si, aún la veo) y más arriba — se acercaba cauteloso a ella, como el encantador a la mortífera cobra, o el domador a la fiera —tus bellos senos (aún bellos para mí), y más arriba, tu cuello, y más arriba, tu boca, y más arriba, tus ojos, y aún más arriba… no hay nada, solo tu.
La apretujó con sus brazos, la besó y acarició, y aunque ella, presa de un retraimiento con origen en idealizaciones convencionales sobre el papel casi inexistente del erotismo en las personas de su edad, intentó resistirse a los encantos de aquel hombre de mirada turbada y manos nudosas, sin embargo, sucumbió. Los gatos saltaron exasperados de la cama cuando la pareja se dejó caer entre las sábanas con aroma a ungüentos y esa curiosa fragancia a hospital que plaga las pertenencias de los adultos mayores de sesenta años. Sus besos y caricias eran frenéticos y espasmódicos, como no lo habían sido en décadas. El mueble de de junto, en el que había toda una colección de frascos coloridos con cápsulas y píldoras aún más policromáticas, se tambaleaba tembloroso produciendo, los botes sobre este, un sonido como de sonajero.
Nunca hubo penetración, el viejo no pudo lograr una erección y no tenía receta alguna para conseguir viagra. Pero esto importó poco a la pareja. Acostados y semidesnudos en aquella habitación de tapizados floreados en tonos badge, los amantes (por así denominarlos), disfrutaban del momento más feliz de sus vida en bastantes años como para recordar otros momentos felices.
Vistiéndose para irse de ahí, el hombre encendió su puro. Con tropezones de sus alargadas manos, ella buscaba, en el mueble de sus pastillas, sus gruesos lentes. Él estaba por atravesar el portal cuando ella, que por fin había cogido sus grandes espejuelos, le cuestionó en un hondo suspiro:
— ¿Vas a volver?
— ¿A dónde? —espetó él lanzando una gruesa bocanada de humo sin siquiera voltear. Pero con una sonrisa tan grande en la cara que los pliegues y arrugas que esta formaba en su rostro eran percibidos por ella desde atrás. Ella asumió que, a pesar de esas palabras, la respuesta era si. Y suspiró como solo las jovencitas de dieciséis años saben hacerlo.

viernes, 24 de abril de 2009

Trueques


—¡Daría mi brazo derecho por un cigarrillo! —dijo el hombre frente al hospital, luego de haber visitado a su madre enferma.
Y una mano le alargó una cajetilla para que tomara uno. Tenía su dueño una mirada suplicante, una sonrisa anhelante y el brazo derecho ausente.

viernes, 10 de abril de 2009

Nombre de Mujer

Juana, Luisa, Eloísa, qué más da. Flor, Araceli, María, Macaria, Ernestina, Fernanda. Ya no lo recuerdo, me cuesta recordar sus rostros, sus aromas el color de sus vestidos, de sus bragas, o el trago que les invité.
Soraya, Sonia, Ana, Nayhelli. ¿Quién era aquella? ¿Será con la que estuve en el departamento, el ascensor, el coche, el baño del bar, la alberca de un amigo, el yacusi del hotel? Josefina, Gertrudis, Abigaíl. A una de ellas le recuerdo un lipstick sabor cereza que aún puedo sentir en mí boca. Pero cuando llega la madrugada me sorprendo solo, con un cuerpo gélido al otro lado de mi cama, solo, con la frialdad vacía que nos une por esa noche, solo, intentando llenar ese vacío con la compañía del tabaco y el whisky.
Victoria, Regina, Margarita, Diana. Alguna de ellas me llama de nuevo al lecho, alguna de ellas me pide que la abrace en lugar de perder mi mirada en el cristal de la ventana, algunas otras se quedan dormidas hasta el despunte del alba. A ninguna le dirijo otra vez la mirada. Fabiola, Miranda, Citlali, Reyna. Alguna de ellas sale de ahí de inmediato, furiosa, con las zapatillas en la mano, diciendo vilipendios, sentenciándome en vida. No recuerdo el color de su cabello pero si el olor del peróxido.
Nancy, Beatriz, Guadalupe, Zafiro, una noche como las otras, el alcohol, el red bull y el tabaco se mesclaron en nuestros cuerpos. Ya semidesnudos, entre besos y caricias hirvientes. Sus uñas en mi espalda, sus labios jugando en mi cuello, y mi sexo hurgando vehemente y apasionado en el suyo. No voy a la ventana, me quedo con ella, la abrazo y le digo al oído, bajito, despacio, lentamente, que la amo. El amanecer casi llega, se levanta, se viste, se va.
Coral, Esmeralda, Violeta, Lucrecia, ya no recuerdo su nombre…

jueves, 5 de febrero de 2009

Estragos de la soledad

Las mañanas se ven tan distintas, como si el sol hubiese retirado la luz que derrochaba contigo, a tu alrededor. El departamento es muy grande, no me había dado cuenta de cuanto, de todo ese espacio que ocupabas tú y que para mí era restringido, ahora no estas, y todo es mío, ¡pero que poco es!
Se siente tan blanco el cuarto de baño, lo era antes tanto como lo es hoy, pero no había sido capaz de notarlo. Y al sentarme en la computadora a escribir, las hojas en Word me parecen tan amplias ahora, imposibles de ser llenadas como antes, cuando solo era necesario verte pasar por la sala de estar con tus pantis y tu blusita blanca con la figura del oso pooh para que, sin casi darme cuenta, las páginas se llenaran, una tras otra, tan velozmente que el reloj parecía ir en mi contra, que el día se sentía tan vertiginoso y ahora, las horas son eternidades y cada minuto me parece estar más viejo, seco, incapaz de recordar, como no recuerdan los viejos, salvo aquello que nos ha dejado marca en la memoria. Tú por ejemplo eres mi cicatriz, mi estigma ¡y cuanto dueles!
Camino todos los días, para no estar ahí, para no pensarte, busco calles nuevas, callejones que antes no existían para mí, y de pronto la ciudad es más un laberinto de lo que antes fue, contigo aquí cuando solo habían esas rutas tan nuestras. Ahora ando por esos pasillos antes desconocidos, para no recordar ni recorrer las calles por las que antes caminábamos, juntos. Cada día un camino distinto, una callejuela nueva, pues cada vez que intento repetir la ruta de ayer me doy cuenta y pienso: “por aquí ya la pensé ayer, y por esta otra también el otro día, buscaré una avenida por la que no haya pasado ya, por la que no la haya pensado ni recordado”. ¡Y así he recorrido media ciudad!
Las sábanas están frías, muertas, el espejo ya no reluce como antes y en él mi reflejo es el de un hombre apenas con vida, apenas con una vida, cuyos ojos se hunden en su cráneo y cuyas manos nudosas se enfrían con el aire mortecino de su habitación, intentando aferrarse a un pasado, desdeñando su presente y sin esperanzas de tropezarse con cualquier futuro . El Jack Daniel’s parece carecer de su habitual sabor, ahora sabe a cenizas, a olvido, a ausencia, ¡sabe a mi soledad!