jueves, 12 de junio de 2008

Escolopendra sin mi zapato

Estaba seguro de que era un animal enorme el que se había metido entre las sábanas. Salté tan pronto como pude, cual conejo asustado, pero al hacerlo tropecé con las sábanas y caí aparatosamente. Mi cuerpo aún estaba inundado por la adrenalina del susto anterior, así que no sentí el dolor cuando me levanté. Salía sangre de mi nariz pero no me importó. Junto con las sábanas que arrastré con migo al caer había algo, largo y de color escarlata. Se movía rápido con sus veintiún pares de patas. Tomó rumbo hacia mis pies, reptando con la velocidad de una retorcida flecha, medía casi treinta centímetros – ¡lo juro por Dios! – y era condenadamente feo. Apenas salté a un lado para evadirlo, él se siguió derecho y se escondió bajo mi mueble tocador. Mi corazón aún estaba agitado. Encendí las luces, y me asomé lentamente.
¡Ya no había nada ahí! No pude conciliar el sueño el resto de la noche, subido a mi cama desprovista de sábanas. Sosteniendo un zapato, la mejor arma que yo conocía contra las escolopendras.

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