Lo tenía claro. Tenía claro que la amaba. No estaba seguro
de cómo. Pero él la amaba. Era la primera vez después de muchas relaciones
fallidas (o quizá no tantas, tampoco fue muy popular entre las mujeres, pero digamos
que sí las suficientes) en que no tenía esa molesta espina en su mente. Esa que
tuvo con sus otras parejas, esa que le hacía pensar de una “no la merezco, ¿por
qué se fijó en mí?” o de otra “ella no me merece, soy demasiado para ella” o de
otra más “¡Oh Dios!, ¿Qué hice para merecer esto?”. No esta vez. No con ella.
Es verdad que no era la mujer más guapa del mundo. Definitivamente
no era una modelo. Tenía unos kilos extras que sobresalían en forma de una leve
llanta alrededor de su cintura y chaparreras que aumentaban el volumen de sus
caderas. Su piel era morena clara con algunos lunares en su espalda y un par de
ellos en el cuello (de uno de ellos brotaba un pequeño vello, solo se veía si
te acercabas, pero a ella parecía preocuparle más de lo necesario). Su nariz
resultaba ligeramente prominente y siempre llevaba esas gafas gruesas debido a
su miopía. Aunque él tampoco era alguna clase de Adonis. Más bien se
consideraba a sí mismo feo.
Y él no tenía ahora ninguna duda de que la amaba. Nunca se
había sentido tan realmente cómodo con nadie en su vida. Con ella no sentía la
necesidad de guardar cualquier clase de apariencia. Los gases, de ambos se
podían escuchar en la habitación y ya ninguno se inmutaba, algunas veces incluso
se reían. Ninguno de los dos escondía la panza en presencia del otro, lo cual
fue para ambos una gran preocupación en sus primeros días de noviazgo. Hasta habían
intercambiado carpetas de pornografía que ambos habían coleccionado (sí, ella
también disfrutaba del porno). Él podía sentirse verdaderamente como él mismo.
junto a ella. Sin presiones ni imposiciones.
Y ahora, después de mucho tiempo finalmente se sentía con la
certeza absoluta de estar enamorado. Enamorado de verdad. No como cuando uno
dice estarlo en la secundaria o la preparatoria cuando se es demasiado joven para saberlo. No como a quien solo quieres
por su apariencia o porque el sexo es grandioso. No como dices que amas a
alguien solo por no sentir el frío filo de la soledad lastimándote. No como
cuando crees que es amor pero solo es esa sensación de posesión sobre la otra
persona. No como cuando sientes dependencia más que amor. No como cuando crees que fue el
destino quien los unió, o como cuando crees que ella es tu alma gemela. Esas estupideces
a él no le pasaban, le parecían estupideces de novelas tonterías, vicios de
personas idiotas, puntos de vista bastante mediocres. Pero esto no era igual. Esto
no era lo mismo.
Sí, estaba completamente seguro de lo que sentía. La revelación
le había llegado justo hacía una hora mientras estaba en la ducha y ella entró
a orinar, platicaron un poco de alguna trivialidad. En ese periodo de tiempo
ella no se disculpó en ningún momento por entrar a saciar sus necesidades biológicas
y él no sintió ningún abuso a su intimidad. Todo había sido tan natural que no
se dio cuenta. Cuando ella salió de ahí diciéndole que como ella había hecho el
desayuno a él le tocaría hacer la merienda, él, después de asentir con aire de
resignación, se quedó solo un momento pensando, casi sin querer, en lo que
había acabado de pasar. El pensamiento cruzó su mente por un segundo: “Nunca me
había pasado esto antes con ninguna de mis otras parejas”. Y de ese simple
pensamiento, de esa sola idea una, un aluvión de reflexiones empezó a brotar. Y
poco a poco, conexión tras conexión, una epifanía se hizo presente en un suave
susurro que se perdió con el rumor del agua de la regadera golpeando su cuerpo
y el piso de azulejos del baño: “la amo”. Temblaban sus dedos. Estaba seguro de
lo que había acabado de pronunciar como nunca lo había estado antes de cualquier otra cosa. Era una
certeza que en ese instante se le antojó incluso abusiva.
Y ahora que estaba seguro ¿qué seguía? Llevaban cinco meses
en la relación y ninguno de los dos había dicho nunca (ni siquiera durante el
sexo) un “te amo” en ningún momento. Había caído en la cuenta de ello en ese instante. Ninguno
había dicho nunca esas palabras. Él nunca se las había dicho a ninguna
de sus parejas. Y le quemaban. Ardían por salir. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Se acercaba
y las decía simplemente? ¿o tenía que preparar algo especial como una cena? A ella
le gustaban las cenas, eran las excusas perfectas para lucir esos vestidos tan
lindos que casi no tenía oportunidad de usar. Quizá durante el sexo, ¿o mejor
después? Ya que ambos se han venido. Pensó luego que eso era mala idea ya que
podría confundirse con la emoción del momento y eso podría no ser bueno. Esto iba
a ser una confesión de una de las verdades más dolorosas de su vida. Lo sentía como arrancar un
pedazo de él mismo para ponerlo sobre la mesa frente a ella. Si ella aceptaba
ese trozo de él todo estaría dicho y hecho. No quiso plantearse la alternativa.
Se vistió con algo holgado y salió rumbo al sofá donde estaba ella. Se había
declarado ese fin de semana como días de flojera y decidieron pasarlos en la casa de él.
Ella revisaba sus redes sociales en su teléfono y bebía un vaso de leche. A él
no le gustaba la leche pero a ella le fascinaba. Cuando la bebía él prefería no besarle. Se quedó ahí parado. No sabía qué hacer más que clavarle la mirada. Ella
le dirigió una mirada de extrañeza.
—¿Qué?— le preguntó.
—Nada— fue la respuesta y él se fue a la cocina a servirse
agua. No tenía sed. Solo quería pensar un poco más.
¿Se lo digo ahora o mejor después? ¿Debería decírselo en
todo caso? ¿Qué probabilidades hay de que sea correspondido? Sus dudas ya no
eran sobre si la amaba o no, o sobre qué tan seguro estaba de sentir
verdaderamente eso. Esa ya era una certeza. Sus dudas ahora eran sobre el
siguiente paso. Tragó saliva.
Bebió el agua del vaso pero la escupió en el fregadero al
darse cuenta de que había restos de leche que habían convertido esa agua en una
solución blancuzca con sabor a lactosa diluida.
—¡No dejes vasos sucios de leche aquí!— gritó.
Ella se disculpó, tal vez fue sincera o fue solo para evitar
más regaños, no es seguro, pero no importaba más. Ahora tenía que servirse agua
en un vaso limpio porque, aunque no tenía sed, debía quitarse el asqueroso sabor
lácteo de la boca de algún modo. Hizo unas gárgaras con los primeros tragos y
se tragó los últimos. “Que nena” alcanzó a oírla decir desde el sofá con tono burlón.
Le dio cierto coraje, pero le arrancó una leve sonrisa. Burlarse el uno del
otro solía ser uno de sus pasatiempos, uno de esos juegos privados de pareja.
Ya era momento. Sintió de pronto que no habría más
oportunidad. Por supuesto que las habría, pero él se sintió simplemente
desesperado. Esas palabras ardían en su lengua con ansia de ser ser pronunciadas. Se acercó y con aire decidido se puso junto a ella.
—Oye.
—¿Qué?— contestó ella sin prestarle demasiada atención pues
alguien había hecho retuit a una de sus frases sobre lo pendejo que era Peña
Nieto.
—Te amo— lo soltó así sin más.
No estaba seguro de qué esperar pero entre todo lo que pensó
no se había preparado para la respuesta que vino. A él solo se le habían
ocurrido dos opciones, o bien ella le decía que también lo amaba, u obtendría una negación estilo “yo no te amo, pero nos la pasamos bien juntos” o algún rechazo
de alguna clase. Pero no fue eso lo que le respondió. En lugar de eso fue:
—¿Es tu nuevo método para pedirme sexo?— respondió ella con
una sonrisa juguetona.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi3KMIFS4AHG-_vteAFW60cX4ZrRHl9D25Sz-a_nBWrn55vSRgdqHx2XjwzhhQcyPLLxTtafGTd1ZW_Bi_9s8LtAzx6-DWrpf-GUsEICt15iDbfaCMUJdk87jV13yh91suFzpgtYIbFPfs/s400/manto1.jpg)
—No, es en serio— le costó un poco de trabajo el cuidar que
no le tiemble la voz —Te amo. Me acabo de dar cuenta.
Esta vez ella bajó su teléfono celular y lo dejó boca abajo
en el respaldo del sofá y se dirigió a él con los ojos muy abiertos. Era obvio
que estaba completamente desconcertada.
—Tú, ¿estás seguro?— parecía que no acababa de creérselo.
Él la miró fijamente a sus ojos aceitunados y asintió con la
cabeza añadiendo:
—Ya lo he pensado mucho. No me queda ninguna duda. Es oficial—
por un breves fracciones de segundo luego de decir esto último sonrió. Pero fue
breve precisamente porque lo carcomía la incertidumbre.
Se quedaron en silencio por unos momentos. No fueron más de
dos minutos pero cada segundo a él le pareció que se prolongaba demasiado. Una eternidad
cada segundo. Normalmente no le molestaban los silencios que había entre ellos,
no solían ser incómodos. Pero este lo fue. No aguantó mucho y al final tuvo que
ser él quien preguntara:
—¿Y bien?
—Yo…
Pero no dijo nada por unos momentos.
—Yo también— finalmente lo dijo en una sonrisa temblorosa.
Él sonrió con ella.
—Bueno, pues ¡ya está!— dijo finalmente él —¿Qué preparo de
comer?
Se fue a la cocina y abrió el refrigerador con
despreocupación. La atmósfera tensa de antes había desaparecido. Ahora todo era
exactamente igual de rutinario que antes. Parecía de pronto que no había pasado
nada.
—¡Sorpréndeme!— Respondió ella.
Luego de un rato mientras él preparaba omelettes (pues solo
habían algunos huevos, verduras y un poco de jamón) y ella estaba indecisa
entre tuitear algo sobre lo recién ocurrido o no, ella levantó la mirada del
teléfono pensando en lo que había acabado de suceder y comentó:
—Sabes, en la mayoría de las relaciones la mujer es quien lo dice primero. Me atrevo a decir que es un hecho estadístico.
—Pues supongo que este no es el caso— respondió él un con
tono distraído.
—Supongo que es eso, o más bien es que en esta relación tú
eres la mujer— burlarse el uno del otro era casi una tradición entre ellos. Un juego privado entre los dos ahora oficialmente enamorados. Pero
ella era mejor en eso.
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