martes, 30 de septiembre de 2008

Impresiones finales

Quisiera empezar diciendo que no creo en la reencarnación. Mañana no despertaremos como animales, como un perro o como el hijo de algún beduino en el desierto de Arabia. No es una afirmación demasiado importante para lo que diré. Solo reitero que en verdad, nada es importante luego de que nuestras células mueren, y nosotros con ellas. Las ideas de vida eterna o una existencia posterior se ven tan empequeñecidas por el ilimitado vacío que nos espera luego que incluso podría llevarme a comprender el miedo enfermizo a la muerte y el conjunto de mitologías de vidas ultraterrenas que la humanidad ha desarrollado a lo largo de tantos y tantos milenios, como medio de escape a la realidad. Pero, en otro aspecto, contaré que se trata de un estado de tanta paz inconmensurable que el individuo se olvida completamente de algún otro tipo de existencia más allá de esa situación. Todas las preocupaciones que aquejan a los humanos en vida simplemente se desvanecen y con ella sus recuerdos y conciencias, así la paz se convierte en todo lo que hay, hasta el punto en el que el individuo mismo deja de existir de manera independiente, se funde con esa sosegada y absoluta inexistencia hasta perderse la sensación de delimitación entre el ser y el ambiente. Del mismo modo, el razonamiento de tipo humano es algo inexistente, los pensamientos simplemente no existen y la percepción es monótona y constante, solo se percibe una cosa: tranquilidad y comodidad infinitas. Paz interior y exterior, sin molestas comezones o la sensación de arrugas en la ropa que nos lleguen a incomodar, sin luz que nos impida abrir los ojos u oscuridad que nos limite la visión, sin aromas desagradables o agradables, con un silencio total, tan absoluto que la idea de lo que es el sonido, simplemente es olvidada. El individuo se pierde entre la total quietud y las ideas de existencia, sensación, placer, dolor, pensamiento, recuerdo y todas las demás en general, desaparecen. Incluso el constructo de la paz, puesto que no lo razonas sino que simplemente te vuelves uno con él.
Lo que quiero decir con todo esto es que el tiempo se acaba, y no habrá muchas oportunidades en el futuro, un futuro que se vuelve cada vez más insignificante para mí. Si me permites quiero quedarme con una última sensación antes de disgregarme en el vacío de la inconciencia. Bésame, que sea el sabor de tus labios lo último que mi paladar pruebe.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Fragancias

Esperé a la misma hora de siempre. El sol aún se resistía a nacer por el oriente. Pero no era luz lo que esperaba, no la caricia de una estrella malsana. Esperaba ese aroma, una esencia incomparable. La piel, cruda, rosada, suave, tierna. Se agitaron los vientos al paso de aquella fugaz aparición, apenas unos segundos, unos insignificantes instantes en los que mi nariz se vio envuelta en la fragancia embelesadora de aquella piel. Era como almíbar de rosas, como tierna fruta, durazno intenso. Indiscutiblemente ella. Me encaminé tras aquel camino fragante.
Mis pasos eran torpes, lo han sido siempre, no dejarán de serlo ahora. Pero no podía detenerme. Mi nariz era mi guía y me arrastraba a su merced, con solo un rastro perecedero por pista. Me acercaba con determinación y hasta fiereza, empujando a cuanto cuerpo extraño me topaba – fueron bastantes –. Tropecé, caí estrepitosamente, pero me incorporé aún cuando en el acto perdiera mi bordón y mis gafas. A tientas, con las manos echadas hacia delante como si empujara una pared inconstante, tambaleante, para así poder desplazarme con algo de seguridad.
Lo perdía, perdía el aroma, no debía permitirlo, pero lo perdía. Llegué a lo que parecía una intersección, un cruce de calle en donde los automóviles rugían y expulsaban esos gases característicos, ocultando fugazmente el rastro. Crucé todo lo rápido que podía, solo lograba oír a los coches zumbando a mi alrededor y pitando con furia los agudos cláxones. Crucé tras llevarme las maldiciones de decenas de personas tras de mí.
De súbito, frente a mí, más intenso que nunca, esa esencia invadió mi nariz, con fuerza abrumadora, lo había conseguido, el sabor de la victoria en mi paladar, el aroma del triunfo me inundaba, era ella, con su fragante presencia. No me resistí a tocarla, le tomé lo que creía que era el brazo, suave, pero firme lo sentía. Balbuceé incoherencias sobre cuanto había buscado y añorado conocer a la dueña de aquella fragancia, mis ojos, nublados y fríos se posaron en la nada con dirección al rostro de quien despedía ese maravillosos olor. Le supliqué que me perdonara y que me diera su nombre. Ojalá hubiera enmudecido en aquel instante. Su respuesta mató mi ilusión, no lo que dijo, sino quién lo dijo, como la sierra hace caer al árbol, y cuanto más alto más fuerte. ¡Oh Icaro!
- Me llamo Paloma – sentenció al fin, con una voz grave y varonil, aunque con un acento cantarín y afeminado.